María Marván Laborde
Excélsior
27/05/2017
A fuerza de escuchar a los gobiernos hacerse publicidad, nos hemos acostumbrado a pensar que es normal que gasten miles de millones de pesos para decirnos lo que hacen.
Las cuentas oficiales de 2016 reportan que el gobierno federal gastó ocho mil 500 millones de pesos en campañas de publicidad. Ninguna secretaría distingue entre las campañas informativas y las de propaganda. Se ponen en el mismo rubro presupuestal las campañas de vacunación, las que anuncian el periodo de inscripciones, las educativas que invitan a los jóvenes a tomar precauciones cuando inician su vida sexual o las que nos dicen, machaconamente, que las cosas buenas no se cuentan, pero cuentan mucho.
Cuando se aprobó en México la primera Ley de Televisión (1960), se les impuso a los concesionarios la obligación de ceder tiempo-aire al gobierno, sin que éste tuviese que pagar por él. Son los llamados tiempos oficiales, tiempos fiscales o tiempos del Estado. No es claro el origen de esta ocurrencia mexicana, es una extraña singularidad que le acomodó mucho al gobierno.
¿Qué sería primero, el huevo o la gallina? No sé si los tiempos del Estado se legalizaron porque Miguel Alemán, Ruiz Cortines y López Mateos, rápido, desarrollaron la manía de anunciarse; o, por el contrario, si porque éstos tuvieron tiempo disponible, el Ejecutivo desarrolló el vicio de venderse a sí mismo en radio y televisión. Lo cierto es que hoy tienen una urgencia enfermiza de anunciarse a través de spots para que los ciudadanos sepan lo que hacen. Será quizá porque temen que, si no lo dicen, pasen desapercibidos.
En sus orígenes, sólo el Ejecutivo disponía de este tiempo. El proceso de transición a la democracia ha tenido como consecuencia que los demás poderes dispongan de espacios para decirnos lo que hacen. La Suprema Corte nos anuncia a través de spots que protege nuestros derechos. El Senado y la Cámara de Diputados nos dicen que legislan para nosotros. El INE nos invita a votar. La CNDH se hace propaganda para convencernos de que hacen su trabajo. Por supuesto, los partidos políticos tienen su propia tajada y en épocas electorales la totalidad de los tiempos del Estado son para partidos y autoridades electorales.
La cantidad gastada es de suyo escandalosa e injustificable, pero el problema se agrava porque ni siquiera estuvo presupuestada correctamente. La Secretaría de Turismo tenía aprobado un presupuesto de ocho millones de pesos y gastó más de 806 millones; la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano pasó de cinco millones aprobados a 405. En total, la Administración Pública Federal, sólo en 2016, incrementó en 257% su gasto. De acuerdo con el presupuesto aprobado por la Cámara de Diputados, se destinarían dos mil 408 millones de pesos a la comunicación social y, al final del año, ocho mil 500 millones de nuestros impuestos se dedicaron a campañas informativas, educativas y de propaganda pura y dura. Las dos primeras quizá justificables, la última, de ninguna manera.
Existen procedimientos administrativos para cambiar legalmente el dinero de una partida a otra y gastarlo con la anuencia de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público; sin embargo, hay que reconocer que cada cambio de partida no es simplemente un trámite administrativo, es un cambio de prioridades. Es obvio que lo que se gastó en propaganda no se aprovechó para hacer las tareas sustantivas que les hemos encomendado. Les preocupa tanto decirnos lo que hacen, que descuidan sus quehaceres. ¿No les parece aberrante? Lo es.
Artículo 19, organismo internacional de la sociedad civil, dedicado al derecho a la información, considera, con razón, que el desmedido gasto del gobierno en publicidad es una forma de control del Estado sobre los medios de comunicación. Muchos son los medios mexicanos, especialmente la prensa, que dependen del presupuesto gubernamental para sobrevivir. A pesar de que Peña Nieto se comprometió a hacer transparentes las asignaciones a los medios, hay total opacidad en los criterios con los que se reparte el dinero. Alguna vez lo dijo López Portillo con su característico cinismo: “Yo no pago para que me peguen”. Es decir, ¿pagan por su silencio? ¿Cuál es el precio de la complicidad?