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El debate público

La rendición de Peña

 

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

05/01/2017 

Durante los últimos días del año, en los círculos familiares y en las redes sociales se repetían expresiones del pensamiento mágico que le atribuyen a los años características determinadas. Se cree en años venturosos o infaustos según si son pares o nones o se imagina que con el cambio de ciclo dejará de morirse gente que antes no se moría. La fantasía anidada ancestralmente en las mentalidades lleva a imaginar que basta con el final de un año maldito para que las cosas mejoren, como por ensalmo astral. Sin embargo, los hechos humanos se desarrollan sin solución de continuidad anual; la historia no recomienza cada 365 días y el 2017 abre exactamente donde concluyó su predecesor, sin que alineación cósmica alguna cambie de la noche a la mañana el infausto destino anunciado por los acontecimientos.

Empieza el nuevo año y se comienzan a cumplir las amenazas del demagogo vociferante que ganó la presidencia de los Estados Unidos de acuerdo con sus enrevesadas reglas electorales. Sus presiones y sus promesas comienzan a surtir efecto y los inversionistas reaccionan ya de acuerdo con los cálculos de la racionalidad egoísta que define la ética del capitalismo. Ford, empresa vapuleada por el embaucador ahora encumbrado al puesto de mayor poder del mundo durante su campaña electoral por trasladar puestos de trabajo a México, ha revisado sus números y ha visto que las promesas de estímulos fiscales de Trump les beneficiarán más que los beneficios potenciales de aprovechar el diferencial salarial mexicano y ha anunciado la cancelación de la inversión prometida en una planta de San Luis Potosí. De inmediato, “los mercados” (como dice Rolando Cordera, deberíamos pedir nombres cada que se usa esa expresión genérica) han reaccionado y, presurosos, abandonan la plaza, con lo que el peso se hunde sin remedio. No tardará mucho General Motors en sacar la producción de sus coches utilitarios de aquí y la huida de la inversión seguirá en cascada, imparable.

La debilidad estructural del país se mostrará descarnada, contra los mantras de los economistas que durante años nos han recitado que la disciplina macroeconómica seguida a rajatabla blindaría a México frente a las amenazas de una nueva crisis como las vividas recurrentemente desde la segunda mitad de la década de 1970. El hecho es que la economía del país es tan vulnerable como enclenque su Estado de derecho, fraudulento su sistema educativo, enano su mercado interno y contrahecha su sociedad descoyuntada por la desigualdad y la pobreza. La violencia –frente a la cual el gobierno de Peña no ha tenido otra respuesta que continuar con la fallida estrategia abierta por Calderón de sustituir a las redes de negociación local de la desobediencia por las fuerzas armadas desplegadas en la calle– tampoco estimula la inversión estable de largo plazo ni la bonanza económica.

Desde la firma del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte, cuando se decidió sustituir la industrialización orientada al mercado interno por una dedicada a satisfacer la demanda del mercado estadounidense, la economía mexicana ha estado enfocada a vender, como ventaja competitiva, salarios bajos. No capacidad tecnológica; tampoco productividad basada en los conocimientos y las habilidades del capital humano. Solo la enorme disponibilidad de gente dispuesta a trabajar por la décima parte de lo que lo haría un obrero del otro lado de la frontera. Con todo, la incertidumbre jurídica, la negociación personalizada de la protección estatal y la inseguridad generalizada hizo que la inversión fuera limitada, se concentrara en unas cuantas empresas y fuera extremadamente vulnerable a las vicisitudes de los ciclos políticos y económicos del poderoso vecino.

El arribo de un proteccionista furibundo al gobierno de los Estados Unidos simplemente ha constatado que la llegada para quedarse de la economía mundial abierta no era más que una fantasía y que apostarle todo al crecimiento del mercado externo sin hacer nada por fortalecer al mercado interno era un despropósito. Tanto los estrategas gubernamentales de las últimas dos décadas, como los empresarios de miras cortas y avidez extrema que dominan los negocios nacionales se empeñaron en una competitividad basada en una remuneración miserable del trabajo. Ahora, cuando se cierra el (casi) único mercado exterior del país, las perspectivas de crecimiento se desmoronan frente a la realidad de una economía sin alternativas.

Peña Nieto, que comenzó su gobierno como el gran concertador de las reformas que nos harían, por fin, superar las limitaciones que impedían la llegada de ríos de inversión extranjera, está concluyendo su mandato en medio de la descomposición de lo poco que quedaba del Estado del antiguo régimen, sin haber sido capaz de construir ni siquiera los cimientos locales de un orden social basado en la legalidad. Las reformas estructurales realmente relevantes, las que conducirían a la construcción de un edificio estatal moderno, capaz de sustituir a las ruinas del ineficiente aparato de mediación clientelista, vendedor de privilegios que fue el Estado de la época clásica del PRI, ni siquiera se comenzaron.

Al final, lo único que le ha quedado a Peña Nieto ha sido la rendición. Después de cometer la barbaridad de organizarle a Trump un acto electoral en Los Pinos cuando había posibilidades de detenerlo, ahora le nombra un canciller a su gusto: designa a Luis Videgaray, el preclaro estratega de mayo, como el canciller que va tratar de llevar la fiesta en paz con quien amenaza con aislar a México en su miseria detrás de un muro. Aturullado, el presidente de México asume su humillación y premia a quien lo indujo a uno de los principales errores de su mandato. Lacayuno, Peña cree que con servilismo podrá atemperar el odio contra México de Trump. Cuatro años de gobierno no han hecho sino constatar que ni siquiera entiende que no entiende.