Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
30/04/2018
Toda campaña electoral implica ataques mutuos. Todo candidato, además de mencionar sus propias virtudes, señala los defectos que encuentra en sus competidores. La política se hace a partir de contrastes y, sometida a la construcción maniquea de los medios audiovisuales, acentúa la polarización. Las descalificaciones, que constituyen una forma de calificar, son parte del quehacer político. No son deseables desde el ideal de una deliberación sustentada en argumentos y capaz de apelar al razonamiento y no a la emotividad de los ciudadanos, pero tampoco son ilegales.
Las campañas negras propagan mentiras y/o rumores. Cuando así ocurre, se atraviesa la delgada pero siempre perceptible línea entre la discusión y la denostación. La imputación falsa de un delito constituye una calumnia. A un candidato se le pueden cuestionar su capacidad, lo que dice y calla, lo que promete, su trayectoria o alianzas. Todo ello forma parte de las apreciaciones subjetivas en las que abreva el debate político. Pero decir falsedades y, sobre todo, adjudicar acciones ilegales sin que se presenten pruebas que acrediten tales acusaciones, es incurrir en difamación. Las campañas negras se nutren de calumnias y difamaciones.
En México estamos tan mal acostumbrados a la discusión política que a menudo confundimos el intercambio de frases ocurrentes con el debate en profundidad. Y, en el otro extremo, con frecuencia se considera que toda expresión agresiva es campaña negra. Con tal criterio, hay candidatos que dicen padecer campañas de esa índole cuando no las hay. Esa se ha convertido en una forma (otra más) para eludir la discusión y decirse víctimas de persecución.
Andrés Manuel López Obrador y sus activos pero a menudo irreflexivos adláteres se quejan (“¡hay campañas negras!”) cuando arrecian los cuestionamientos en su contra. Para evitar que se extiendan las apreciaciones críticas, incluso llegan a actitudes de intolerancia y censura. El anuncio de una serie de televisión acerca del populismo, que según se dijo incluye un segmento dedicado a López Obrador, precipitó el enojo de ese candidato.
López Obrador dice que ya la vio pero los productores de la serie aseguran que no la ha podido conocer. El miércoles 25 de abril, en un mitin en Durango, afirmó que la serie fue pagada por varios empresarios y políticos para descalificarlo y que gastaron cien millones de pesos en esa producción. Después, en conferencia de prensa, dijo que el documental fue pagado con recursos públicos, “es dinero del presupuesto”, y que “el que lo hizo fue un francés”.
Si tuviera razón, López Obrador debería denunciar con claridad quién y cómo utilizó recursos públicos. Pero más allá de ese nada irrelevante detalle, la idea de que alguien haga una serie de televisión con esas características y con el propósito de perjudicarlo resulta un tanto tortuosa. Para llegar al capítulo sobre AMLO la serie se ocupa, según los productores, de Lula, Chávez, Perón. Trump y Putin. Incluir allí a López Obrador, que no ha ganado las elecciones, puede ser excesivo. También lo es, sin duda, aprovechar esos programas para contratar anuncios en camiones de transporte público.
Cuatro días más tarde, el domingo 29 de abril, el candidato de Morena cambió su versión acerca del documental. Dijo que si los productores revelaban quién financió esa serie, él les ofrecía transmitirla en el muro que tiene en Facebook. En otras palabras, cuando aseguró que era pagada por empresarios y políticos, y poco después al acusar que había sido financiada con dinero fiscal, López no tenía evidencias de lo que estaba diciendo. Tampoco tiene mucha idea de lo que cuesta una producción cinematográfica. Con 100 millones de pesos se podrían pagar cuatro largometrajes en México (el costo promedio de cada producción mexicana en 2017 fue de 24.8 millones de pesos).
El populismo ha propiciado diferentes relatos audiovisuales. Posiblemente el documental del que tanto y con tan pocas precisiones se ha hablado tiene alguna relación con la serie “La trama oculta de América Latina” (también conocida como “Consecuencias: América Latina al descubierto”) que produjo hace 10 años National Geographic, conducida por el periodista peruano Álvaro Vargas Llosa. Uno de los cuatro capítulos de aquella serie estaba dedicado al populismo en esta región. En aquella ocasión se informó que el canal de NatGeo tuvo que bloquear la transmisión de la serie en Venezuela por miedo a que el entonces presidente Hugo Chávez cancelara su concesión.
La serie de la que ahora se habla en México fue utilizada para hacer propaganda contra López Obrador. La publicidad en camiones, en donde ni siquiera se precisaba fecha y hora de las transmisiones, tuvo la misma función que los anuncios espectaculares que han mostrado grandes fotos de personajes políticos tomando como pretexto que aparecen en alguna revista o que publicaron un libro.
Al equipararlo con gobernantes de comprobada vocación populista, López Obrador, en esos anuncios, fue víctima de una campaña en su contra. No se trata de propaganda negra porque no hay difamación, sino de un recurso que podría contravenir las reglas para la propaganda electoral en nuestro país. No es calumnia decir que López Obrador es un dirigente populista. Pero puede ser delito pagar publicidad, por añadidura anónima, que involucra a un candidato en plena campaña electoral.
El candidato de Morena tiene un perfil político emparentado con los de quienes, en otros países, han causado desastres económicos y abusos contra los ciudadanos que discrepan con ellos. Desde luego hacen falta precisiones y un examen amplio para distinguir entre diversas expresiones del populismo e incluso para aquilatar sus consecuencias. El señalamiento de esos rasgos en López Obrador forma parte del análisis crítico. La conducta de ese candidato y no pocos de sus seguidores ante opiniones como esas, indica la intolerancia que está definiendo a su campaña presidencial.
En su reacción contra el hasta entonces inédito documental, López Obrador confirmó su rechazo a la crítica que es uno de los rasgos del populismo. Cuando festejó la decisión que, según él, tomaron varios medios de comunicación al negarse a difundirla, López Obrador promovió o, en todo caso, convalidó la censura a una serie de televisión. El programa que le dedican quizá es arbitrario y subjetivo y su contenido podría resultar controvertible. De ser así habría que señalarlo y discutirlo. Pero celebrar la ausencia de espacios para que se transmita una serie de televisión implica legitimar la censura previa. Así de grave es la respuesta de ese candidato a un programa en el que según le contaron, o según su apreciación si acaso realmente lo vio, no lo tratan bien.
Lo más paradójico es que, con esos furiosos cuestionamientos, López Obrador se convirtió en el más eficaz propagandista de la serie de televisión. Alguien tendría que haberle contado el caso de “El crimen del Padre Amaro”, que se convirtió en una de las películas más taquilleras en la historia del cine mexicano después de que el Episcopado Mexicano y su corte de fanáticos exigieron que no fuese distribuida.
López Obrador acicateó a sus seguidores para que aplaudieran a los medios de comunicación que, según él, se negaron a transmitir la serie dedicada al populismo. Es preocupante que un dirigente político, que aspira a ser presidente de la República, ovacione a los medios que se comportan como a él le gusta. No hay diferencia entre el entusiasmo de López O. con las cadenas de televisión que no transmitirán los programas que le incomodan y las alabanzas que Donald Trump le dedica al canal de noticias Fox en donde no lo cuestionan ni con el pétalo de una insinuación crítica. No hay diferencia, tampoco, entre los vituperios que AMLO dedica a una serie de televisión que no se ha transmitido y el integrismo de los obispos que hace algo más de 15 años les prohibían a sus fieles que vieran la película sobre el padre Amaro.
La censura previa es inadmisible. López Obrador no tiene a su cargo los mecanismos institucionales para impedir que sea transmitido un programa de televisión. Pero el alborozo con el que festeja la clausura de espacios para difundirlo propicia expectativas ominosas acerca de la relación que tendría con los medios de comunicación si ganase las elecciones.
Un demócrata auspicia la circulación de todas las voces en el espacio público, incluso cuando le son desfavorables. Un demócrata deplora los obstáculos para la publicación de cualquier versión acerca de la vida política. Un demócrata enfrenta con ideas propias las ideas que lo cuestionan. Nada de eso hace el candidato de Morena.