Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
16/02/2015
Lo que falta es autoridad moral. En una sociedad abierta todas las opiniones y reputaciones están a discusión, pero hay acuerdos básicos, entre otras cosas para que ese intercambio de puntos de vista sea posible. Entre nosotros, sin embargo, quienes ejercen el poder político carecen de respetabilidad suficiente, los actores más beligerantes de la sociedad se organizan sólo para defender privilegios corporativos, los ciudadanos que observan ese panorama consideran entonces que todos —políticos, gobernantes, dirigentes sociales— son iguales. Igual de tramposos y convenencieros.
Nuestra vida pública se define por un cotidiano malestar ciudadano. A los políticos, y con razón, se les identifica con abusos y corrupciones en una generalización sin duda injusta, pero que es signo de estos tiempos opacos. Los ciudadanos atentos a los asuntos públicos (esa parcela integrada por gente que se entera más o menos, que opina como puede y a la que algunos denominan sociedad civil) experimentan un disgusto progresivo.
Los señores de la Sección 22 de Oaxaca instalan sus atractivas tiendas de campaña en Paseo de la Reforma, asfixian al DF y en un par de días obtienen el pago para 3,600 plazas. La extorsión ha sido pública, igual que la claudicación del gobierno federal. Los manifestantes, a los que sería demasiado generoso llamar maestros, se retiran con ese triunfo y amagan con nuevas incursiones.
La pedagogía pública que deja ese episodio es lastimera. Los señores de Oaxaca tienen una maquinaria capaz de transportar a varios miles, costear reluciente aparejos y doblegar al gobierno, tanto federal como del DF.
Esos señores no son profesores que se sacrifican en el aula, ni sus pretensiones son las demandas legítimas de quien, puesto que trabaja, sabe que tiene derecho a remuneraciones dignas. Son tan alérgicos al compromiso con la educación que se han negado a la evaluación de su trabajo docente.
La apariencia de luchadores sociales se difumina ante esa práctica extorsionadora. Se trata de un comportamiento tan autoritario que contradice cualquier vocación democrática.
Los maestros disidentes protagonizaron importantes luchas por la democratización de su sindicato. Sin embargo, en estados como Oaxaca (o, con otros rasgos, en Guerrero) se sacudieron a los patrimonialistas líderes nacionales solamente para consolidar cacicazgos locales. Los que ahora se denominan “maestros en lucha” van a contracorriente de aquella tradición que proponía a la democracia como recurso para mejorar las condiciones de trabajo porque de esa manera saldría beneficiada la educación. Por eso han perdido el respaldo social que alguna vez tuvieron. La sociedad no los reconoce como defensores, sino como vividores del sistema educativo. Eso no significa proponer que sus manifestaciones sean reprimidas. Luis González de Alba sintetizó en Milenio esa postura de la sociedad contrariada: “No les peguen. Nomás no les paguen por pegar”.
Plantones y bloqueos de avenidas son recursos para amagar en busca de privilegios particulares. No se trata del ejercicio democrático a la manifestación por el que durante años batallaron tantos mexicanos convencidos de que tenían derecho a expresar sus verdades de manera pública, en las calles que son de todos.
Prácticas como las que promueven los dirigentes sindicales oaxaqueños (que desde luego no son los únicos en aprovechar tales métodos) no constituyen un ejercicio del derecho a la manifestación, sino una extravagante privatización de esa prerrogativa de la sociedad. Además son parte de un escenario de profusos atropellos en los que encuentran una suerte de coartada cínica: si hay tantas bribonerías por doquier, ¿por qué no sacar provecho de ese panorama de descomposición?
La corrupción, mal endémico cuando la política no es acotada por la justicia, es ubicua y por lo general impune. En Guerrero, Mateo Aguirre Rivero y otros familiares suyos son detenidos, acusados de apropiarse de 287 millones de pesos o quizá más. La responsabilidad de su hermano, el ex gobernador Ángel Aguirre, sería difícil de soslayar si se comprueban esas imputaciones. El Partido de la Revolución Democrática, que tras la tragedia de Iguala le dio cobijo al entonces todavía gobernador Aguirre, nada dice de esas complicidades.
El PRD tampoco exigió aclaraciones por las casas que el presidente Enrique Peña Nieto y su familia pudieron comprar en condiciones crediticias que envidian muchos mexicanos. El PAN, en esos temas, también guarda discreto pero inocultable silencio.
Transcurren bloqueos, sabemos de adquisiciones lo mismo en Malinalco que en Manhattan y desde el mundo político son escasas las voces que demandan explicaciones. Las oposiciones perdieron su papel como contrapesos y se extravían entre sus propias confusiones y complicidades. El gobierno deja pasar la oportunidad para enmendar excesos como los que resultan de la avidez inmobiliaria. Una de las consecuencias más costosas de esa desfachatez de unos y otros es la difuminación de la autoridad moral.
No todos los políticos son iguales. Pero a los ojos de una sociedad contrariada las fórmulas más simples tienen mayor eficacia. La culpa, se dice entonces, es de la política como si ésa no fuera una actividad en la que, querámoslo o no, estamos involucrados todos.
La vida pública se organiza en torno a reglas que aceptamos o que, en beneficio del interés común, nos son impuestas por el Estado. Pero además del indispensable régimen jurídico la cohesión de una sociedad, el respeto entre interlocutores, la convicción para cumplir la ley no sólo por temor a la coerción, son resultado de la autoridad moral. Hoy ese referente se encuentra extraviado en la sociedad mexicana, aunque siempre hay ambiciosos (por ejemplo, en los medios de comunicación) que se consideran depositarios de tal autoridad.
Una consecuencia inmediata de ese vacío es la desconfianza hacia los partidos y el gobierno. De allí viene ese malestar ante una vida pública que ya sabemos no es de arcángeles, pero que no necesariamente tendría que estar dominada por tantas mezquindades.