Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
27/08/2015
Para nadie pasa ya inadvertido el papel que ha adquirido la Suprema Corte de Justicia de la Nación en los últimos veinte años. En un país acostumbrado a un poder judicial sumiso, la autonomía real del tribunal supremo y su papel como órgano de constitucionalidad, resultado de las reformas impulsadas por Ernesto Zedillo, sigue pareciendo extraña y se ha vuelto incómoda para un poder que quisiera volver a ser omnímodo. Durante la época clásica del PRI, como antes durante el Porfiriato, la Corte fue parte integral del reparto clientelista de cuotas de poder y rentas estatales. Su papel en la división del trabajo político fue funcionar como una caja de resonancia legitimadora de las decisiones del ejecutivo, inhibida en todo tema político y reducida a un tribunal de casación meramente formal, pues el árbitro real de las disputas era el Presidente de la República. No sorprende, así, que los priistas redivivos aspiren a volver a los viejos tiempos de sometimiento del máximo tribunal.
Para cumplir con el papel que le otorga la constitución, se requiere de una Corte plural, integrada por profesionales del derecho que cuenten con conocimientos profundos de los diversos temas que se deben resolver. Debe ser integrada por juristas de prestigio, que aporten a la legitimidad institucional, juzguen los problemas que se les plantean de forma imparcial y no contaminen sus decisiones con conflictos de interés, pues se trata del órgano garante de los derechos fundamentales y también es el árbitro final de los conflictos políticos y jurídicos entre los gobernantes, papel que en el antiguo régimen correspondía de manera informal al señor del gran poder, pero que en una democracia debe ser tarea de un cuerpo judicial claramente autónomo.
El diseño constitucional de la actual Corte impide que el presidente en turno se despache como en los viejos tiempos del monopolio político y nombre a todos los ministros del tribunal. Ahora, los ministros duran en su encargo quince años, son nombrados de manera escalonada y son inamovibles, a menos que sean sujetos a un juicio de procedencia por el Congreso de la Unión. Sin embargo, durante un sexenio presidencial pueden darse varios nombramientos, como ha ocurrido en éste, cuando por la muerte del ministro Sergio Valls se abrió la vacante que fue ocupada por Eduardo Medina Mora, mientras que ahora dos ministros terminan su encargo, Olga Sánchez Cordero y Juan Silva Meza. Para sus relevo, el Presidente de la República deberá enviar en las próximas semanas dos ternas al Senado de la República para que de ellas se elija, por dos terceras partes de los votos de los senadores presentes en la sesión de investidura, a quienes ocuparan las vacantes.
La experiencia del nombramiento de Eduardo Medina Mora no deja mucho espacio al optimismo sobre cómo decidirán el ejecutivo y los senadores los dos nuevos ministerios, pues fue evidente que en la designación del ex procurador general de los tiempos de la malhadada guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón pesaron más los criterios de amistad, cercanía con el presidente y contubernio político que los requisitos establecidos por el artículo 95 constitucional, donde se establece que los nombramientos de ministros “deberán recaer preferentemente entre aquellas personas que hayan servido con eficiencia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica”.
Ya en la propia Constitución se abre el resquicio para la decisión descarnadamente política, pues está la cuña del adverbio preferentemente en el texto. Con todo, el sentido del constituyente es claro: los ministros deben tener trayectoria en la carrera judicial, en la academia o en la abogacía. No está mal, de entrada, que lleguen a la Corte servidores públicos con experiencia burocrática, aunque en el caso mexicano, donde la administración pública es un botín que se reparte con base en la lealtad política y no en el mérito, los funcionarios públicos suelen ser meros personeros de los partidos o de sus jefes. Lo que resulta inadmisible es que los puestos en el tribunal se repartan entre validos del presidente, como Medina, o entre cuadros claramente partidistas, como parece ser la intención en el relevo en curso.
En los mentideros políticos, los periódicos e incluso en la tribuna del Senado, se ha mencionado la existencia de un acuerdo entre el PRI y el PAN para el reparto de los dos nombramientos por venir este año. Según esa versión, el pacto permitiría que el hasta hace unos meses senador de la República del PRI Raúl Cervantes, quien ha sido integrante del Comité Ejecutivo de su partido, fuera elegido ministro de la Corte a cambio de que el otro ministro fuera de extracción panista —se hablaba de Santiago Creel, pero el ex secretario de Gobernación se desmarcó y optó por participar en el nueva dirección de su partido—.
No acostumbro hacerle caso a los chismes de café ni a los columnistas que presumen de tener bola de cristal, pero el antecedente del nombramiento de Medina Mora, con base en una terna presentada por el presidente con dos candidatos de relleno y un proceso en el Senado que trató de eludir la discusión a fondo de los antecedentes profesionales del principal candidato —fue la presión de un grupo muy amplio de ciudadanos lo que logró el cuestionamiento de los méritos de Medina para ocupar el cargo—, me llevan a estar alerta contra la posibilidad de que, una vez más, los nombramientos en la Corte se hagan con el objetivo político, como ha ocurrido con los órganos constitucionales autónomos, de convertirla en un coto para el reparto de cuotas partidistas, en detrimento de la necesaria calidad profesional del tribunal de constitucionalidad.
Una vez más, he impulsado con un número amplio de ciudadanos una petición al Presidente de la República y al Senado para que no sean ni las cuotas partidistas ni las relaciones de amistad las que definan el nombramiento de los nuevos ministros y para que sean los criterios profesionales, la experiencia y la trayectoria los que tome en cuenta el ejecutivo para elaborar las ternas y el Senado para la elección. También en la petición pedimos que se busque ampliar la presencia de mujeres en la Corte, pues con la salida de la ministra Sánchez Cordero sólo quedaría en funciones la ministra Luna Ramos; mientras que la paridad se ha considerado ya un criterio indispensable para la integración de la representación legislativa y avanza en todos los ámbitos de la vida pública, la Corte sigue siendo un bastión masculino.