Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
05/11/2018
La cancelación del aeropuerto ha sido tan costosa y absurda que, en busca de claves para entenderla, diversos comentaristas han articulado esforzados intentos de explicación. La versión más difundida en la opinión publicada sostiene que, más allá de la racionalidad económica, esa decisión de Andrés Manuel López Obrador es resultado del choque entre dos posiciones. De una parte, se dice, están los dueños del capital que durante largo tiempo se han sobrepuesto al poder político. En el otro flanco, de acuerdo con esa descripción, se encuentra el Presidente Electo que al abolir el proyecto en Texcoco les indica a los empresarios que él es y será quien tome las decisiones fundamentales para el país.
Es, se dice, el manotazo en la mesa que AMLO necesitaba para que todo el mundo sepa que él tiene el poder y que se deslinda de la orientación a la que, de manera simplificada, se denomina como neoliberal. Él mismo refuerza esa versión, con un simbolismo demasiado obvio, cuando pone a su lado un libro titulado Aquí mando yo (un libro que no parece haber leído: allí se cuestiona la manipulación irracional que hacen los liderazgos populistas).
Propongo una interpretación distinta. López Obrador quiere parecer diferente a los dueños del dinero pero no lo es. No tiene un proyecto sustancialmente distinto al de las elites empresariales. No se propone combatir la desigualdad sino, en algunos casos, atenuarla. Sus proyectos fundamentales (tren maya, dos refinerías, cien universidades, el aeropuerto en Santa Lucía) son tan onerosos –o más– que las obras de gobiernos anteriores y no mejorarán el bienestar de sectores significativos de la población.
Desde luego hay diferencias. En México el desarrollo de la sociedad y la necesidad de legitimación de los grupos gobernantes han permitido acotar la antigua discrecionalidad del presidencialismo autoritario. Las obras públicas están sometidas a procesos de licitación y reglas de transparencia. Incluso para el ahora fallido aeropuerto hubo concursos y planes financieros que fueron públicos.
López Obrador dice que en la obra en Texcoco había malos manejos pero no ha ofrecido pruebas de ello. Si hubo corrupción y él lo sabe, tiene la obligación de denunciarla. Lejos de ello, ofreció que las empresas que han trabajado en Texcoco serían contratadas en Santa Lucía.
En otra afirmación sin sustento, AMLO dice que el auténtico negocio que planeaban algunos empresarios era con los terrenos del actual aeropuerto cuando ya no funcionase allí la terminal aérea. Pero esos terrenos son propiedad federal y el uso que se les diera tendría que ser decisión del próximo gobierno que él encabezará.
El estilo de gobernar anunciado por López Obrador es aplaudido por comentaristas que suponen que se trata de algo realmente nuevo. Pero, al menos hasta ahora, tal estilo significa una involución a la vieja discrecionalidad del presidencialismo autoritario. Hay decisiones del próximo gobierno que se sobreponen a las reglas de imparcialidad y transparencia que, por cierto, siguen vigentes.
En años recientes hemos conocido casos de corrupción de funcionarios estatales y federales que emplearon sofisticados esquemas para desviar recursos públicos. La estafa maestra, por ejemplo, aprovechó la disposición que permite no hacer licitaciones cuando se asignan contratos a universidades públicas. Ahora por decisión presidencial, sin proyecto técnico ni avales especializados (el desmentido de la embajada de Francia confirmó que el Presidente Electo no sabe de lo que habla) el aeropuerto se hará en Santa Lucía. Ese proyecto lo encabezará un ingeniero agrónomo que ha sido colaborador de José María Riobóo, el empresario constructor que es socio político de López Obrador.
En esas prácticas AMLO no se distingue de la connivencia entre gobierno y empresarios que padecimos en los peores tiempos del patrimonialismo priista. La única diferencia es, quizá, que los beneficiados serán otros empresarios. Algunas medidas ayudarán a grupos específicos de la población pero de manera limitada y supeditadas a esquemas clientelares como el dinero para viejos o las becas a estudiantes de escasos recursos. Son acciones pertinentes pero no resuelven la pobreza de la mayoría de los mexicanos.
Las becas a jóvenes para que colaboren en empresas son un subsidio a los empresarios que, así, se ahorrarán el pago de tales salarios. La promesa para no aumentar precios de las gasolinas, implica subsidiar al segmento más privilegiado de la sociedad que es el que tiene más automóviles.
La única manera para que un gobierno atenúe la desigualdad y enfrente los privilegios de quienes tienen más, es con reformas fiscales y con una redistribución del ingreso a través del aumento de salarios. AMLO, en cambio, asegura que no crecerán los impuestos.
Lo que está cambiando es la forma pero no el fondo en las políticas del gobierno. López Obrador quiere parecer distinto y muchos le creen. No hay que dejarse llevar por las apariencias.