Ricardo Becerra
La Crónica
21/05/2017
En el centro tumultuoso de Viena, se yergue a sesenta metros un pico gótico monumental, que jugó un doble papel histórico durante unos –digamos- ochocientos años.
La Catedral de San Esteban quería por un lado, atraer, asombrar, conmocionar la sensibilidad de miles de tribus caminantes, familias extraviadas, perseguidos y peregrinos que pasaban por allí, en un lugar estratégico, clavado casi exactamente en la mitad geométrica de Europa.
“Este edificio encaminó almas y personas hacia la adoración de Jesús, por millones, en todo tiempo”, dice el folleto guía para turistas que llegamos al lugar.
Y por otro lado, era todo un símbolo, el monumental estandarte de la primera gran fortaleza de la cristiandad en contra de las intentonas invasoras de turcos, moros y todo tipo de infieles ejércitos, que provenían del este. Solo recuerden sus fronteras: República Checa, Hungría, Eslovaquia, Croacia, Italia y al oeste Alemania: ni más, ni menos.
Construir una estructura de ese tamaño y sobre todo, con semejante misión, no era nada fácil al cruce del año 1,150 antes de cristo. Primero porque no había suficiente piedra y argamasa en los alrededores como para elevar la mole, y segundo porque no había planos, perspectiva documentada, algo parecido a una guía, dibujos siquiera que prefiguraran la obra. Todo, absolutamente todo, estaba en la cabeza de los arquitectos cuyo valor social consistía –precisamente- en ser los depositarios exclusivos del proyecto.
Ni generales ni reyes: los arquitectos y su descendencia eran quienes custodiaban el saber desde los cimientos, pasando por las columnas, las bóvedas, altares, los púlpitos, acabados y todo detalle grande o pequeño que agregara la siguiente generación. De allí su importancia insustituible: nadie más que ellos poseían el saber, antecedentes y conciencia de lo que era el edificio y de lo que vendría.
Este hecho era más importante que la disponibilidad de piedra, cantera, dinero o de la mano de obra misma: los arquitectos eran los verdaderos dueños del tiempo y del cálculo del presupuesto (o del presupuesto mismo)… como hasta ahora.
La Catedral de San Esteban –gótica en cada piedra- fue edificada de ese modo y solo pudo terminarse 250 años después, en medio de guerras, pestes, hambrunas y las mentiras de los arquitectos, sus hijos y los hijos de sus hijos.
Por las mismas razones, nos dice el Jefe de la Oficina de Planeación de la Ciudad, la muralla de Viena nunca pudo ser construida, a pesar de su necesidad, del miedo, de su importancia estratégica y de la voluntad de reyes y militares. Dieciséis intentos de destrucción fueron resistidos a pesar de que nunca pudo culminarse proyecto alguno de fortificación edificada.
No obstante, existieron esfuerzos, ensayados una y otra vez al cabo de siglos, que sin querer, determinaron un orden territorial, un confín, un sistema de anillos sucesivos para aproximarse a la Ciudad y una forma de planear su futuro y su desarrollo. Dada la probable, siguiente invasión, había que colocar un límite bien claro a la expansión urbana, porque a partir de allí, se levantaría la imaginada, futura muralla.
El miedo permanente a los invasores y la necesidad de obstaculizar su paso, redondeó la urbe, determinó sus calles (caracoles que te llevan a una misma coordenada cada vez más amplia) y lo más importante: determinó su escala humana.
Viena es, probablemente, la única de las grandes ciudades imperiales de Europa que, por esta razón -al mismo tiempo militar y religiosa- no creció sin medida ni control, sino consciente, regulando el tamaño y la densidad desde el edificio de la Alcaldía, desde el cuál puede verse el conjunto redondo de la Ciudad.
Como reporta Víctor Márquez: “es la única ciudad moderna del mundo occidental, cuyo orden produce paz y cancela la neurosis”, aunque allí haya nacido y moldeado su doctrina el padre del psicoanálisis.
Los arquitectos austriacos y vieneses nunca cumplieron su misión, a pesar de los ingentes recursos que el imperio les proveyó. Mintieron en el tiempo y en el presupuesto, pero con ello hicieron un servicio azaroso a la comunidad, definiendo a ojo de buen cubero el trazo, el orden, la magnitud y la calidad ideal de gente y calles que convierten la vida de una ciudad en una experiencia razonable.