Ricardo Becerra
La Crónica
12/04/2015
Los partidos políticos en México se duelen, piden auxilio, se quejan. Se quejan de todo lo posible; reforman la ley para que todo sea motivo de queja y todos los actores, instituciones, organismos, se vuelven sujetos de sus quejas.
Tan extendida es la costumbre que las campañas electorales en México son determinadas por las quejas. Nadie se extrañe que lo predominante, lo que da su toque al medioambiente electoral sean las acusaciones, los reproches, la querella administrativa y judicial.
El PRI se siente ofendido porque el PAN emite un spot con el relojazo de su líder nacional, César Camacho. El PAN se ofende porque el PRI recuerda en sus promocionales el episodio de los diputados que buscaban el módico moche. Más allá, Morena se queja: no está conforme con el lugar que le toca en la boleta.
Nadie está a salvo y nadie deja de aprovechar el río revuelto: Televisión Azteca —cómo no— vuelve a su lamento por la reforma que prohibió comercializar spots. Instituciones y gobiernos enteros, entran en una fase paranoica porque todo lo que hagan, todo lo que digan, puede herir la susceptibilidad de los partidos rivales y por lo tanto, se volverán objeto de sus quejas. Allí está Morena y su queja preventiva en contra de los programas sociales del Gobierno del DF. He sabido, incluso, de muy respetables eventos académicos que se posponen, se suspenden, ante el miedo de ser imputado por una queja.
Es una mecánica diabólica: si el partido X se queja en contra del gobernador del partido Y, entonces Y devuelve la cortesía con otra queja en contra del funcionario del partido X. Se acumulan expedientes, centenares del orden local y federal y emana así la sensación de una continua guerra sucia, de trampas e ilegalidad generalizada.
Las autoridades electorales —muy especialmente el Tribunal Electoral— tienen responsabilidad en este entuerto: priorizan al doliente y en lugar de elevar la vara para admitir solamente los casos realmente importantes, crean una nueva sala de cien millones de pesos para seguir admitiendo y despachando quejas por destajo.
Mientras, la Comisión de quejas donde se manda suspender la propaganda del contrario, resultó un enorme barco que admite la estrategia de la sensibilidad mancillada. Es decir: quéjese de la estrategia del contrario, de 50 quejas, 30 otorgadas: la susceptibilidad impera.
En esta refriega judicial, los criterios son lo de menos. A veces importa más una palabra que una violación material a la ley. Hay momentos en que los candidatos no deben salir de sus casas, y se ha llegado a reglamentar incluso, lo que no se debe decir, verbos satánicos en período electoral.
De esta manera se ha torcido el sentido de las campañas electorales, porque se ha vuelto más redituable —más mediático— denunciar la propaganda mediante la queja de la propaganda ajena.
Hay asuntos relevantes, por supuesto (allí está la campaña comprada a los medios electrónicos del Partido Verde) pero en medio, decenas y decenas de debates y energías perdidas por asuntos irrelevantes pero útiles para esta novísima modalidad de propaganda.
Al final, el quejerío tiene una función política: sumadas y apiladas, conforman el expediente de la impugnación de la elección. Los que se sienten insatisfechos con el resultado, los derrotados, cumplen su propia profecía: lo dijimos, lo denunciamos, nos quejamos a todo lo largo de la elección. Aquí están las “pruebas” de la inequidad, de la ilegalidad, del fraude, tejidas con sus propias quejas.
Es una fenomenología de la que se habla plomo, pero las quejas contribuyen en mucho al extraño timbre plomizo de la temporada electoral.