Rolando Cordera Campos
La Jornada
06/09/2020
En busca de fallas y oportunidades, la crítica opositora al gobierno de la 4T y del presidente López Obrador se topa con la opacidad de los discursos de la mayoría gubernamental, y resiente su muy baja productividad en materia de diseño de alternativas, no tanto al gobierno, sino a la dura realidad que determina el nivel de vida de la población. De esto, poco o nada hemos podido escuchar y leer.
Tal vez, lo que esta crítica espere es que la economía colapse y la sociedad estalle, sin tomar en cuenta que lo que la comunidad reclama del Estado, que incluye al gobierno, pero también al espectro partidista, es atención inmediata a sus carencias fundamentales y algunas propuestas sobre el porvenir que nunca se había visto tan oscuro.
El Presidente no parece conmovido ante esta manifiesta falta de crítica y alternativas. Más bien pareciera que lo alienta a insistir en que dicha falta no es de lamentar, sino la diaria constatación de que es a él y a su gobierno a quienes toca fijar el rumbo y definir la velocidad del averiado crucero de la República. Que, como solían decir grandes muralistas de la década de los 20 y 30 del siglo pasado, no hay más ruta que la suya.
Tal pretensión encalló a lo largo de la década de los 70, cuando en las artes se abrió paso impetuoso una modernidad creativa que, sin romper del todo con aquella tradición pictórica, amplió miradas y horizontes para instalar a nuestras bellas artes en las vanguardias mundiales. Mediante rupturas, aperturas y creaturas, se enriquecieron nuestras sensibilidades y dieron a la cultura dimensiones y panoramas auténticamente globales o universales.
Después de gozar aquella exposición del MUAC sobre la llamada ruptura, me dije que sin todo lo que ésta significó, no hubiera sido concebible lo que dimos en llamar y conocer como el 68
, cuyo fatal desenlace, impuesto por un gobierno ciego y criminal, no canceló la enorme cantera de un reclamo democrático que irrumpía. En esas estábamos hasta la deslucida reaparición del PRI al frente del gobierno y, ahora, la implantación de un pretendido nuevo régimen, cuyos perfiles apenas podemos apreciar.
De que el país requiere con urgencia un nuevo Estado y una nueva economía no hay duda alguna. Esta convicción debería ser el piso común de un consenso amplio para diseñar y empezar a tejer otras formas de convivencia y de auténticos consensos democráticos, como los que no fueron capaces de construir los primeros navegantes de la transición a la democracia, cuando el mensaje globalista se abrió paso.
Entonces se habló del arribo a un mercado mundial unificado, coronado por una democracia representativa comprometi-da con la protección de los derechos humanos como eje del nuevo orden planetario finiquitada la “guerra fría“. No resultó así.
Hoy no es exagerado decir que vivimos al límite, frente a un equilibrio destructivo que no terminó, porque presidencias como la de Trump lo aceleran y extreman. Los problemas que nos rodean son muchos. Ya no somos un mosaico de formas productivas separadas o apenas unidas por contactos mercantiles esporádicos. Ahora la integración y la interdependencia son la nota dominante y por ello no hay comparación con lo ocurrido en 1932.
Por esto, la tarea principal del gobierno tiene que arrancar de un reconocimiento racional de dicha problemática sofocada por la combinación de pobreza masiva y desigualdad aguda. Y no sólo para condenar, sino para construir una pedagogía y trazar una estrategia que empiece por la reparación de tantos damnificados y de tantos descuidos.
De poco sirve el placebo más que simbólico de los juicios; de poco sirve un despliegue de justicia asambleísta
, plebiscitaria. En una república democrática, la justicia no puede separarse del derecho, y éste no puede independizarse del marco constitucional.
Si para alguien es indispensable “reencauzar“ el litigio político por la vía del derecho y la Constitución es al Presidente y a los auténticos partidarios de una creíble transformación del Estado y la política. Empeñarse en el camino, recorrido por otros, de distorsionar el ejercicio judicial sólo contribuye a seguir posponiendo la atención de la justicia social, postergación histórica y esquiva de nuestra transición a la democracia.
Transformar implica trascender una historia de abusos y omisiones, empezar a reparar no sólo daños inmediatos sino largamente acumulados. (Re)construir fortalezas y atreverse a un nuevo curso de desarrollo. Pero no demoler las instituciones, sino reformarlas para fortalecerlas.