Jorge Javier Romero
Sin Embargo
08/09/2022
El domingo pasado, una amplia mayoría de la ciudadanía chilena rechazó el proyecto de nueva Constitución emanado de la Convención Constitucional elegida en mayo de 2021, después de que unos meses antes, en octubre de 2020, en pena pandemia de COVID19, un plebiscito en el que participó la mitad del electorado registrado aprobó por casi el 80 por ciento de los votos la elaboración de un nuevo texto constitucional para reemplazar el decreto ley emitido por la dictadura de Pinochet, que aunque sustancialmente reformado en 2005, durante la Presidencia del socialista Ricardo Lagos, rige en Chile desde 1980.
El plebiscito de 2020 había, también por un margen cercano al 80 por ciento, que el proyecto de nueva Constitución fuera elaborado por una Convención Constitucional electa directamente por la ciudadanía, sin la participación de integrantes del legislativo formal. La fórmula de elección tuvo novedades notables, pues fue estrictamente paritaria entre sexos, incluyó un 12 por ciento de representantes de los pueblos originarios de Chile y se abrió a la presentación de candidaturas independientes. La integración final fue sorpresiva, no solo porque la derecha chilena, con gran presencia social, no alcanzó más de un tercio de los escaños, con lo que quedó sin capacidad de veto en la toma de decisiones, sino también porque los independientes de diversas expresiones de izquierda identitaria, con rostros muy jóvenes, ganaron más escaños que la izquierda y el centro tradicionales.
Los resultados de aquella elección fueron vistos con entusiasmo en los sectores progresistas. Se celebró la marginación de la derecha e incluso se festinó el retroceso de los partidos políticos frente a los integrantes independientes de la asamblea electa. A mí, sin embargo, me produjeron bastante escepticismo.
Celebré, por supuesto, que la rebelión ciudadana de 2019 hubiera abierto el cauce para la reforma constitucional y me pareció que podría resultar un texto con amplio consenso social que fortaleciera la democracia constitucional chilena. Pero la integración final de la Convención me decepcionó, porque vislumbré un riesgo que finalmente se materializó: que, en lugar de elaborar una Constitución con una amplia base de legitimidad, garante de un amplio conjunto de derechos universales efectivamente exigibles y con mecanismos para una gobernación democrática eficaz, el resultado fuere un catálogo de buenos deseos, un programa maximalista que no concitara un apoyo generalizado entre sectores relevantes de la sociedad chilena.
El fracaso de la Convención comenzó poco después de su instalación. Rápidamente las posiciones se polarizaron y el clima de debate se agrió. El proceso de deliberación y acuerdo se vio muy dificultado por el particularismo de las causas defendidas por los independientes, lo que hizo arduo el proceso de formación de coaliciones. A la postre, el intercambio de apoyos convirtió al texto en un almodrote, un auténtico cajón de sastre en el que se mezclaron sin mucha coherencia una gran cantidad de buenos deseos y entraron temas que, si bien pueden ser justos, en lugar de servir como elementos de cohesión de una sociedad diversa, provocaron rechazos entre amplios sectores de la población.
No se le deben escatimar al texto sus grandes virtudes, como comenzar con la declaración de que Chile es un Estado social y democrático de derechos, su gran vocación paritaria, su reconocimiento a los derechos ancestrales de los pueblos originarios y su intención descentralizadora, cuasi federalista, en un Estado tradicionalmente unitario. También es loable su compromiso con el medio ambiente, pero los excesos del lenguaje y de la retórica de esa izquierda que despectivamente se llama en los Estados Unidos woke no contribuyeron a ganarle apoyos entre los votantes medios. Por supuesto, hubo guerra sucia y campaña de miedo desde la derecha para minar el apoyo al texto, pero la abrumadora mayoría del rechazo, alrededor del 63 por ciento, no puede ser atribuida solo a la campaña negativa.
Entre los defectos del texto está su diseño de la relación entre ejecutivo y legislativo. Si bien el diagnóstico de la convención fue correcto respecto al exacerbado presidencialismo chileno y la necesidad de construir una nueva relación entre poderes, la solución elegida fue errónea, pues en lugar de fortalecer al legislativo al grado de convertirlo en responsable de la formación del gobierno, en una clara ruta parlamentaria, mantuvieron el presidencialismo, pero con un Congreso que hubiera resultado hipertrofiado y un Presidente muy debilitado. Al leer la propuesta, me recordó a la Constitución mexicana de 1857, con la que nadie pudo gobernar y acabó convertida en un escenario de cartón piedra para la dictadura de Díaz.
Creo que fue lamentable que en la Convención no hubiera la suficiente influencia conservadora para moderar la deliberación y la toma de decisiones. También me parece importante reflexionar sobre la dificultad de hacer política desde las identidades particulares representadas por los independientes. Finalmente, los partidos políticos son maquinaria de agregación programática y facilitan los acuerdos y la formación de coaliciones. Si bien es indispensable que se renueven y se abran a la sociedad, siguen siendo indispensables para el funcionamiento de la democracia.
El fracaso de la Convención Constitucional no es el fin de la reforma constitucional en Chile. De hecho, puede ser una experiencia positiva para avanzar en un proceso mucho más consensual para tener una Constitución con amplia legitimidad, que concilie sensibilidades contradictorias. En una conversación previa al plebiscito de salida, el constitucionalista chileno Francisco Zúñiga hablaba de que el rechazo podría implicar una consecuencia diabólica: la legitimación electoral de la Constitución de la dictadura. Yo, en cambio, aventuraba la hipótesis angelical de que incluso con el rechazo, Chile tendría que continuar el debate de su reforma política y social, como creo que está ocurriendo.
Sin embargo, la lección del 4 de septiembre debe ser aprendida por el maximalismo de izquierda: la vía del cambio social es la reforma incremental consensuada. Si el golpe de Estado de 1973, que ahogó la utopía de la Unidad Popular llevó a Enrico Berlinguer, líder comunista italiano, a la reflexión que abrió paso al eurocomunismo y a su compromiso histórico con la Democracia Cristiana, el resultado de este plebiscito de salida debe llevar a la izquierda latinoamericana a reflexionar de nuevo para superar el sectarismo y el maximalismo y a abrirse también a compromisos históricos con quienes no piensan igual que nosotros.