Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
21/12/2017
Finalmente ha sido impuesta la ley marcial como negación del Estado civil y constitucional para enfrentar a la delincuencia y la ola de violencia en la que se ha hundido el país durante la última década. Ley marcial, sí, en todos sus términos, pues la recientemente aprobada Ley de seguridad interior no es otra cosa que la aceptación de las autoridades civiles de su incapacidad para llevar a cabo su función básica de brindar a la ciudadanía seguridad en sus vidas y sus propiedades.
En un consenso claro sobre su propio fracaso, los gobernantes de los tres partidos que encabezan al gobierno federal y a los de las entidades federadas han dado su apoyo a un ordenamiento que le concede a las autoridades militares el control supuestamente temporal de determinados territorios del país en los que la situación de violencia y delincuencia ha alcanzado grados de emergencia. Cualquiera que lea una buena definición enciclopédica de lo que significa la imposición de la ley marcial encontrará que, aunque temporal en teoría, se trata de una situación que puede extenderse indefinidamente.
La propia ley aprobada parte de este supuesto: establece un plazo máximo de vigencia de las declaratorias de afectación a la seguridad interior que ameriten el despliegue de las fuerzas armadas en tareas que la constitución expresamente les prohíbe, pero abre la posibilidad de que esta sea prolongada indefinidamente. También, como en toda ley marcial, se crea un marco para que las operaciones militares se den sin transparencia ni efectiva rendición de cuentas, pone en manos de comandantes militares el control de las operaciones, con lo que pasa por encima del artículo 21 constitucional, y no crea contrapesos legislativos y judiciales efectivos para vigilar y limitar la arbitrariedad castrense.
Todos estos argumentos fueron expuestos con precisión por quienes nos opusimos a la aprobación de la ley. La respuesta más frecuente de quienes se empecinaron en aprobar a toda costa esta norma, que implica un retroceso grave en la accidentada construcción de una democracia constitucional en México, fue que no habíamos leído las iniciativas, o los dictámenes o las minutas, dependiendo del momento en que se daba la discusión. Según ellos, ni el director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, ni el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, ni el director de derecho de la Universidad Iberoamericana, ni los investigadores de la División de Estudios Jurídicos del CIDE, los académicos del ITESO, de la UNAM o de la UAM que expresamos nuestras serias preocupaciones habíamos leído sus justas propuestas. Otras veces simplemente mentían y afirmaban que lo que se iba a aprobar no decía lo que nosotros decíamos que decía o que lo malinterpretábamos.
Esa actitud en el debate es muestra clara de la hipocresía con la que la coalición política que impulsó el inconstitucional ordenamiento –en la que participaron el PRI y sus satélites, pero también buena parte del PAN y los gobernadores del PRD– ha impuesto esta versión de la ley marcial: sin aceptar que de eso se trata, ni reconocer que es una ley de emergencia ante su inepcia.
Muy a la mexicana, en el país de los eufemismos y las ficciones aceptadas, no quisieron reglamentar el artículo 29 constitucional, con lo que la suspensión de garantías hubiera sido limitada y claramente vigilada por el Congreso. Revivieron el concepto de seguridad interior, una antigualla jurídica decimonónica, referida a las asonadas militares, las rebeliones y los intentos de secesión de los estados, pero sin definirla con precisión, dejándola a la interpretación de la voluntad presidencial, como si estuviéramos aún en la época de la arbitrariedad porfiriana o en los tiempos del poder ejecutivo omnímodo del régimen del PRI.
Frente a la tragedia provocada por la debilidad histórica del Estado mexicano y la ineptitud reiterada de los gobernantes, incapaces de reducir la violencia por otra vía que no sea la venta de protecciones particulares y la negociación de la desobediencia de la ley, mera entelequia a lo largo de la historia de este país, la salida es desplegar la fuerza militar sin contrapesos. Sordos ante las opciones planteadas –que incluían la posibilidad de un régimen claramente transitorio para enfrentar la emergencia, la necesaria creación de fiscalías que sirvan, capaces de hacer cumplir a cabalidad el artículo 21 de la Constitución y la urgencia de reenfocar la política de seguridad con base en un modelo de gestión civil, basado en la prevención y la investigación seria de los delitos por parte de policías profesionales bien capacitadas, equipadas y remuneradas, con un calendario para su establecimiento definitivo– optaron por institucionalizar una estrategia –el despliegue militar– claramente fallida, que no ha resuelto en nada la crisis originada por una política de drogas estúpida en todas sus dimensiones.
Lo más triste es que buena parte, tanto de los políticos como del resto de la sociedad, ven con naturalidad el desaguisado legislativo. Gobernadores que aceptan complacientes, cuando no gustosos, que la federación usurpe sus facultades constitucionales, ciudadanos que aceptan el recorte de sus derechos y libertades en nombre de una hipotética seguridad que, sin embargo, no llega, políticos autoproclamados liberales que impulsan una ley contra la limitación del poder, un candidato presidencial que le dice a su grey que no se preocupen porque él no van a usar la ley para reprimir al pueblo, como si la bondad o perversidad de un ordenamiento jurídico dependiera de la benevolencia de los gobernantes, otro que se pretende el faro de la modernidad pero considera la militarización de la seguridad el camino correcto, un tercero incapaz de disciplinar a su propio partido, donde las tentaciones autoritarias abundan.
Y detrás de todo, la profunda incomprensión de buena parte de la sociedad mexicana de la relevancia de la universalidad de los derechos humanos, como si de una excentricidad de intelectuales se tratase; como si la frontera entre los buenos –merecedores de derechos– y los malos –merecedores de torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales– fuera nítida y las fuerzas armadas, absurdamente idealizadas como heroicas, fueran infalibles al detectar la diferencia entre unos y otros. El desprecio por los derechos fundamentales y el debido proceso entre buena parte de la sociedad mexicana, sobre todo entre sus elites, es una mala noticia en la construcción de un orden civilizado para el país, que por fin nos libre de la arbitrariedad y la depredación de unos cuantos.