Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
19/12/2016
!Ley Golpista!, clamaron centenares de organizaciones y ciudadanos. La denuncia de los excesos a los que presuntamente conduciría la Ley Reglamentaria del Artículo 29 Constitucional impidió, por ahora, que fuese aprobada en la Cámara de Diputados. Pero esa movilización en los terrenos de la propaganda y la política no ha propiciado un examen ponderado de la iniciativa, ni propuestas claras para mejorarla. Cualquier intento serio para analizarla tendría que partir del reconocimiento de que está muy lejos de ser “golpista” como, con tan poca responsabilidad, dijeron los promotores de esa campaña.
El artículo 29 establece el procedimiento para restringir o suspender las garantías que otorga la propia Constitución. Se trata de una medida extrema a la que, precisamente por ello, es necesario que se le impongan reglas y candados. Desde su promulgación hace casi un siglo y hasta 2011, la suspensión de garantías podía declararse por iniciativa del Presidente de la República y con aprobación del Congreso. Pero hace cinco años y medio, dentro de una amplia reforma en materia de derechos humanos, el artículo 29 estableció que además el decreto de suspensión de garantías debe ser revisado por la Suprema Corte y señaló una serie de derechos que no pueden ser afectados.
De esa manera, la suspensión de garantías no puede cancelar ni postergar el derecho a la vida y a la integridad personal, ni derechos políticos, de pensamiento o religiosos entre otros. Tampoco puede implicar la suspensión de disposiciones constitucionales como las que prohíben la pena de muerte, la desaparición forzada y la tortura, entre otras. La reforma de 2011 acotó la interrupción de garantías con un enfoque surgido de los derechos humanos.
Por eso hace falta la Ley Reglamentaria del Artículo 29 Constitucional. Desde hace un lustro han sido presentadas varias iniciativas, entre ellas una enviada en 2013 por el Presidente de la República. En marzo pasado las comisiones de Gobernación y Derechos Humanos aprobaron un dictamen con una propuesta a partir de tales iniciativas. Ese dictamen fue respaldado por diputados de todos los partidos excepto Morena y Movimiento Ciudadano. Hace algunas semanas la Cámara de Diputados anunció que el dictamen sería llevado al pleno. Sólo entonces se desató la campaña que califica como “golpista” a esa iniciativa.
La propuesta de ley reglamentaria precisa el procedimiento para la suspensión de garantías. El Presidente de la República propone al Congreso (o a la Comisión Permanente) un proyecto de decreto que debe ser resuelto en no más de 72 horas. Luego, la Suprema Corte dispone de dos semanas para opinar sobre la constitucionalidad de ese decreto. Además, el gobierno debe informar a la Organización de los Estados Americanos y a la Organización de las Naciones Unidas de los motivos de la restricción o suspensión de garantías. En casos de restricción o suspensión de garantías, deben seguirse observando principios del orden jurídico como la legalidad, la no retroactividad y el debido proceso.
Dicha suspensión sólo puede ser declarada debido a “casos de invasión, perturbación grave de la paz pública u otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto”. Tales peligros se deberían a epidemias, emergencias o desastres. Por perturbación a la paz pública, se entiende “situaciones de violencia que alteren la estabilidad social y pongan en riesgo la integridad, seguridad o libertad de la población o de una parte de ella; y que representen una amenaza a la capacidad de las instituciones del Estado para hacer frente a dichas afectaciones”.
Esa definición encuadra con las situaciones que han padecido varias regiones del país desde hace demasiados años. El crecimiento de grupos delincuenciales con recursos financieros, armas a pasto y en ocasiones coludidos con fuerzas policiacas no dejó al gobierno más opción que acudir al Ejército y la Marina para tratar de restablecer el estado de derecho. Los saldos de esa intervención, que se intensificó cuando hace diez años el presidente Calderón emprendió la “guerra” contra el narcotráfico, son preocupantes y contradictorios.
Ahora se ha vuelto lugar común considerar que Calderón se equivocó. Sin duda los resultados de la persecución al narcotráfico son insuficientes. Pero hay que preguntarnos qué habría ocurrido, y si la situación no sería mucho peor, si el gobierno no hubiera intensificado el combate a los grupos de narcotraficantes.
En todo caso, desde hace tiempo han hecho falta reglas para que la intervención de las Fuerzas Armadas sea dispuesta por el Poder Ejecutivo sólo en casos excepcionales. La reforma constitucional de 2011 fue un paso importante para que la suspensión de garantías quede acotada por la participación de todos los poderes. La ley que lo reglamente tiene que estar ceñida a lo que indica el artículo 29. La iniciativa de las comisiones de diputados va en ese camino. Sin embargo, el rechazo que suscitó ha sido desmedido y, en algunos sentidos, inopinado.
Las organizaciones sociales y los ciudadanos que cuestionaron esa iniciativa reconocieron: “En situaciones de emergencia, el Estado debe poder actuar rápidamente y ello implica en ocasiones la necesidad de limitar ciertos derechos y dotar al Ejecutivo poderes extraordinarios. Pero los estados de emergencia, por definición, atentan contra la médula constitucional, contra los derechos fundamentales y contra la división de poderes, por ello deben preverse con cuidado las reglas que aseguren que esas restricciones sean acotadas y fáciles de revertir” (Documento Sociedad civil exige a diputados no militarizar al país ni legislar sin discusión la suspensión de garantías difundido el 12 de diciembre).
Tienen toda la razón. La restricción de garantías siempre es una medida indeseable, aunque pueda ser necesaria. Por eso es indispensable que se le acote lo más posible. Ese dilema es discutido de manera muy amplia en el espléndido libro del investigador Pedro Salazar, Crítica de la mano dura, publicado en 2012. Ante la crisis de seguridad algunas zonas del país han padecido un estado de sitio de facto. La vía jurídica deseable (“ruta domesticada”, le dice Salazar) para regularizar esa situación es partir del 29 constitucional.
Eso es lo que hace la iniciativa de los diputados, que sin duda puede y quizá tiene que ser mejorada. Los críticos de esa propuesta sostuvieron que “pretende normalizar” la presencia del Ejército en tareas de seguridad pública. En realidad se trata de todo lo contrario. La iniciativa, dicen, “no contempla contrapesos serios ni tiempos máximos para la suspensión de garantías”. Allí hay un campo abierto para las propuestas, pero ¿qué otros contrapesos puede haber más sólidos dentro del Estado que los poderes Legislativo y Judicial? Y no hay sustento para decir que esa propuesta haría “permanente la presencia militar”.
La iniciativa, sin duda, es discutible. Pero los recursos de propaganda que se utilizaron para cuestionarla lo son todavía más. Se le llamó #LeyGolpista y a sus consecuencias se les equiparó con los estados de excepción padecidos en países de Sudamérica. Un golpe de Estado es el avasallamiento de la legalidad y las instituciones por parte de un grupo que toma el poder. Cuando se abusa de los conceptos para hacer propaganda, cualquier denuncia pierde respetabilidad.
Entre la propaganda bien diseñada y aparentemente seria que circuló en redes sociodigitales se dijo que la iniciativa implicaría “la militarización indiscriminada del territorio”, que se le diera “al presidente Peña Nieto uso discrecional del poder para declarar estado de excepción”, que era “un cheque en blanco”, que con ella el Ejército quería “que se le permita hacer lo que quiera”. Todo eso es mentira.
La petición del secretario de la Defensa para que se legisle sobre la intervención de las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad pública también fue distorsionada y sobredimensionada. Pero en todo caso esa insistencia permite reconocer que la reglamentación del 29 constitucional no admite más demoras.
Es pertinente que esas reglas sean discutidas con amplitud y sin sorpresas, pero también sin falsedades. Precisamente porque no queremos que las Fuerzas Armadas sigan en las calles, hacen falta normas para que actúen sólo en casos absolutamente necesarios. Ceñir la intervención del Ejército a las reglas y las instituciones constitucionales es aplicar y mantener vigente el estado de derecho, incluso en situaciones difíciles. Quienes afirman que eso es golpismo no saben lo que dicen, o incurren en mentiras y demagogia.