José Woldenberg
Nexos
13/01/2015
Al enterarme, en 2009, de la muerte de Leszek Kolakowski, escribí en el diario Reforma el siguiente artículo :
Kolakowski fue un severo y certero crítico de los mal llamados “socialismos realmente existentes”. A la pregunta “¿Qué es el socialismo?”, como lo recordaba Jesús Silva-Herzog Márquez, no sin una gracia triste contestó subrayando lo que no era: “El socialismo no es…un Estado que desea que todos sus ciudadanos tengan la misma opinión en filosofía, política extranjera, economía, literatura y moral; un Estado cuyos ciudadanos no pueden leer las más grandes obras de la literatura contemporánea…; un Estado en el cual los resultados de las elecciones siempre son predecibles; un Estado que posee colonias en el extranjero; una nación que oprime a otra nación;… un Estado que distingue difícilmente una revolución social y una invasión armada…; una sociedad de castas…”. La lista que enumeraba buena parte de las características de la Unión Soviética y de los países que giraban en su órbita era mucho más extensa, pero terminaba con un giro irónico: hasta aquí, decía Kolakowski, enumeré lo que el socialismo no es. ¿Pero qué si es? “Una cosa muy buena” se contestaba .
El ingenioso juego de Kolakowski era útil para develar el carácter profundamente autoritario de la URSS y los países del Pacto de Varsovia, pero también para contraponer la realidad del “socialismo” al ideal del socialismo. No creía que la situación de los países del este europeo y la URSS pudiera explicarse sin la fuerza de las ideas marxistas, pero tampoco solo por ellas. “El comunismo no es ni el “marxismo en acto” ni una simple negación del marxismo”. Reconocía que entre las intenciones de Marx y los resultados prácticos de quienes decían aplicarla había una marcada diferencia, pero esa constatación le resultaba “fácil y estéril” .
Creo que la principal crítica de Kolakowski al marxismo (y en menor medida a Marx), como a cualquier otra ideología con pretensiones omniabarcantes, era la de responder a una sola pulsión, a una sola lógica, que al no mezclarse y conjugarse con otras necesidades y fórmulas de entendimiento de la realidad derivaba forzosamente en un dogma insensible a la complejidad de las relaciones humanas.
Recuerdo haber leído una entrevista con él –que no puedo recuperar- en la cual se definía como un socialista en la economía, un liberal en la política y un conservador en el terreno cultural. Resultaba provocador, aunque sería difícil estar de acuerdo dado el deslinde tan radical entre distintas “esferas” de la vida, que solo en términos analíticos puede hacerse. Lo que era sugerente era el intento de conjugar tradiciones disímiles y encontradas.
En “Cómo ser un conservador-liberal-socialista” intentaba aprender lo fundamental de esas poderosas corrientes ideológicas, para eventualmente (lo decía en broma, por sí algún lector anda distraído) construir una Internacional, cuyo lema sería el de algunos choferes de tranvía en Varsovia: “Avanzando hacia atrás, por favor” .
Del pensamiento conservador rescataba (1) la noción de que los valores de la modernidad no podían tener vigencia plena y absoluta. “Las cosas buenas se estorban o se cancelan unas a otras… La existencia de una sociedad sin libertad ni igualdad es perfectamente posible; no lo es, en cambio, la de un orden social que combine de modo absoluto la igualdad y la libertad, la planeación y el principio de autonomía”. (2) La función que juegan algunas instituciones tradicionales (“la familia, la nación, las comunidades religiosas”) para hacer “más tolerable la vida”. “No hay bases para creer que al destruir estas formas…mejoramos nuestras posibilidades de dicha, paz, seguridad o libertad”. (3) La sana duda de que seamos capaces de desterrar las pulsiones negativas de los hombres, para substituirlas por “la hermandad, el amor y el altruismo”.
De las corrientes liberales salvaba (1) la necesidad de contener al Estado para que no avasalle la libertad de los ciudadanos, (2) el reclamo para mantener vivas las iniciativas individuales y (3) la aspiración de que no sean abolidas todas las formas de la competencia, fuente de “creatividad y progreso”.
Y del pensamiento socialista aplaudía (1) la pretensión de “limitar la libertad económica a favor de la seguridad y evitar que el dinero produzca, automáticamente, más dinero”, (2) la crítica a todas las formas de desigualdad y (3) la intervención sobre la economía de tal suerte que se atemperen las desigualdades. “Debe afirmarse la tendencia a sujetar a la economía mediante controles sociales, ejercidos, ciertamente, en un contexto de democracia representativa”.
En suma, Kolakowski creía (y con razón) que aferrarse a una sola estela de pensamiento invariablemente conducía a la ortodoxia. Y que ésta siempre terminaba generando visiones unidimensionales e inclementes.
II. Dahrendorf.
Antes, a propósito de un libro de Ralph Dahrendorf, en el mismo diario había escrito la siguiente nota .
En 1995, luego del “fin del imperio soviético” y en medio de “grandes esperanzas y temores”, el profesor Ralf Dahrendorf, se preguntaba. “¿Cómo compatibilizar en las sociedades libres la prosperidad económica creciente con la necesaria cohesión social?” . No era ni es una pregunta retórica, porque en torno a esos valores –crecimiento, igualad, libertad- puede construirse un consenso amplio, no obstante, su conjugación no resulta sencilla, de ahí que el filósofo- sociólogo alemán hablara de la exigencia de una “cuadratura del círculo”, porque esa articulación “no se puede dar con entera satisfacción”.
El llamaba a voltear los ojos hacia el llamado Primer Mundo, a sociedades que habían logrado edificar “tres virtudes sociales”, a saber: a) economías orientadas al crecimiento “que posibilitaban una vida decente para muchos” y “que abrían oportunidades para aquellos que todavía no vivían bien”, b) “sociedades que habían dado el paso de las relaciones estamentales a las contractuales, de la dependencia inconsulta al individualismo interrogador, sin por eso destruir las comunidades en las que vivían seres humanos” y c) “órdenes políticos que combinaban el respeto por el imperio de la ley con las oportunidades de participación política, de rechazar o aceptar gobiernos en elecciones, que nos hemos habituado a denominar democracias”.
Dahrendorf no pintaba un cuadro idílico porque reconocía “falencias”: hubo y hay excluidos de los beneficios, se construyó un mundo más desigual donde “los privilegios de algunos perjudican por su naturaleza los derechos civiles de otros”, y al parecer, los propios países europeos tienen problemas para mantener equilibradas las pretensiones de prosperidad, cohesión social y libertades. Se trata de políticas que se encuentran en perpetua tensión y que no se retroalimentan de manera armónica y natural. Por el contrario, cuando se refuerza sólo a alguna de ellas se debilitan las otras. A pesar de ello –insistía- es necesario esforzarse en crear y reproducir ese “círculo” virtuoso, y alertaba sobre las tentaciones de optar por sólo dos de los pilares que lo sostienen. “Singapur, por ejemplo, tiene crecimiento y solidaridad (organizada) pero no libertad política”, mientras en Estados Unidos “el crecimiento es elevado y el orden político liberal, pero la cohesión social deja mucho que desear”.
De cara a lo anterior, ¿cómo observar lo que sucede en nuestro país? Hemos vivido avances más que relevantes en el terreno de la política al desmontar una pirámide autoritaria y edificar relaciones y mecanismos democráticos, pero en las otras dos áreas los déficits están a la vista: la economía no crece con suficiencia y por ello no se generan oportunidades para un océano de excluidos, y la cohesión social tiende a ser débil generando un archipiélago de grupos que tienen escasos puentes de comunicación entre ellos.
El precario crecimiento está documentado. Entre 1982 y 2006 el PIB per cápita creció al 0.6 por ciento anual, mientras entre 1940 y 1981 lo hizo al 3.1. Ello ha generado dos fenómenos que tiñen la vida social: el incremento de la economía informal y un flujo migratorio hacia los Estados Unidos creciente. La informalidad no es sólo una forma “imperfecta” de acceso al mercado, sino un expediente de exclusión de un buen número de los beneficios que se derivan del “mundo formal”, una zona donde difícilmente los ciudadanos pueden ejercer sus derechos, un ambiente escindido del resto (o el resto escindido de la informalidad, que para el caso es lo mismo), que acaba configurando mundos separados y simultáneos. Y la migración masiva y creciente es el mejor ejemplo del fracaso de una economía que no genera lugar para millones de personas que encuentran en el país del norte una mejor oportunidad laboral y de vida.
La cohesión social, por su parte, es débil, y se expresa en una ciudadanía altamente estratificada en el ejercicio de sus derechos y en una sociedad civil contrahecha y polarizada. Si nominalmente todos somos ciudadanos, en la práctica hay quienes pueden desplegar el conjunto de sus derechos (civiles, políticos y sociales), y quienes solamente ejercen alguno o ninguno de ellos. Ello configura una sociedad (casi) estamental en donde la existencia transcurre con muy diversos grados de apropiación de derechos lo cual impacta de manera negativa a la multicitada cohesión social. Por otro lado, la sociedad civil, es decir, la sociedad organizada por sí misma, es débil (existe un déficit organizativo), en buena medida expresión de nuestras desigualdades (los más fuertes están mejor organizados) y muy polarizada. Esa trama social en la que se viven y se han vivido experiencias venturosas (piénsese en la emergencia de un sin número de asociaciones de mujeres, juveniles, de defensa de los derechos humanos, ecologistas, gays, etc.), es aún precaria y atomizada.
Así, en medio de una economía que marcha a paso de tortuga y envuelta en una sociedad endeble, polarizada y más que desigual, tiene que reproducirse nuestra germinal democracia y el nuevo clima de libertades. Y no resulta fácil. Porque a ello hay que sumar los problemas que se derivan de manera natural de la colonización del Estado por una pluralidad política activa educada en la época del verticalismo excluyente. No obstante, para volver a Dahrendorf, estamos obligados a generar prosperidad económica, construyendo cohesión social y preservando las libertades políticas. O si se quiere, a la inversa. Que de todas formas no es fácil.
III. Todo con medida.
A fines de 2007, en medio de una ácida discusión sobre la reforma electoral que se encontraba en curso, escribí un artículo que –creo- va en el mismo sentido que los de los autores antes citados . (Guardando todas las distancias):
1) Si usted cree que la igualdad social es el valor fundamental de la vida en común y piensa que todos los otros valores deben estar subordinados al logro de la misma… Cuidado, puede acabar anulando las libertades y por esa vía construir un régimen despótico.
2) Si usted cree que la paz es el valor más importante y de ahí deriva una política pacifista que renuncia a toda fórmula de defensa para no provocar a su contrincante… Cuidado, porque si su vecino se arma, es probable no solo que tenga que enfrentar una guerra, sino que esté obligado a hacerlo en condiciones más que desfavorables.
3) Si usted cree en las virtudes de la libre empresa y considera una actitud inaceptable cualquier restricción a la misma… Cuidado, es muy probable que esa dinámica lleve no solo a la aparición de grandes monopolios, sino que acarreará daños irreparables al medio ambiente y a la integridad y salud de los trabajadores.
4) Si usted cree en la planificación de la economía pero no deja resquicio alguno para la iniciativa y la innovación de los particulares… Cuidado, puede generar un estancamiento brutal que haga inviable su propio desarrollo.
5) Si usted cree que la improvisación es la sal de la vida y no reconoce la pertinencia de ningún otro valor… Cuidado, lo único que logrará es la más amplia y contundente anarquía (Vamos, ni el jazz es pura improvisación).
Se trata de puros valores positivos (y la lista puede crecer y crecer): equidad, paz, libre empresa, planificación, improvisación. Nadie (creo) en su sano juicio desearía abolirlos. Pero no son valores absolutos. Entre otras cosas porque no existen los valores absolutos (ja). El problema mayor de la existencia es precisamente ese: que los valores positivos deben conjugarse, articularse, combinarse, porque de lo contrario lo que se construyen son realidades asfixiantes. Si solamente se subraya un valor, si se pretende subordinar a los demás, si se le da la espalda a la complejidad de su conjunción, aparecen fenómenos temibles.
No se trata de una mera especulación académica. Cuba, la política francesa e inglesa luego de la Primera Guerra Mundial, el llamado capitalismo germinal o salvaje, la Unión Soviética y el conjunto de rock de mis vecinos, ilustran en forma secuencial y de manera elocuente (creo) los enunciados del inicio de esta nota.
Esta larga introducción viene al caso porque en el debate de la nueva normatividad electoral se colocan algunos valores positivos como si se tratara de absolutos y no hubiese la necesidad de conjugarlos con algunos otros para hacerlos productivos. Autonomía del IFE y libertad de expresión, de repente aparecen como valores absolutos que al parecer no pueden jamás ser modulados sin cometer –dirían los jueces sin matices- una falta mayúscula. Y no es así.
Autonomía. Por supuesto que se trata de un valor necesario, imprescindible en el funcionamiento del IFE. Supone que las decisiones de ese Instituto se tomen sin la interferencia de los gobiernos, los partidos o cualquier otro agente social. Buena parte de la legitimidad del IFE se juega en esa dimensión y sin ella simple y llanamente se acabaría convirtiéndolo en una “correa de transmisión” de otras entidades, lo cual lo desnaturalizaría. Pero la autonomía se edificó entre nosotros como una fórmula para alcanzar un valor superior: la confianza de los partidos y los ciudadanos en el árbitro electoral. En los países europeos, por ejemplo, las elecciones las organizan los ministerios del Interior –es decir, instituciones de gobierno, no autónomas- y a nadie se le ha ocurrido construir entidades independientes para realizar esas funciones, precisamente porque existe confianza en que los gobiernos no actuarán de manera facciosa. Pues bien, en nuestro caso, no se descubre nada nuevo si se afirma que por lo menos cuatro de los ocho jugadores (PRD, PRI, PT y Convergencia) demandaron ajustes en el árbitro para recuperar la confianza. A mi (por si a alguien le interesa) no me convencían los reclamos de esos partidos, pero hubiese sido necio no tomarlos en cuenta. Es por ello que se pactó el relevo escalonado del Consejo General del IFE para intentar remontar los déficits de confianza. Esa operación la diseña y ejecuta el Congreso legitimado para hacerlo. No se afecta la autonomía pero se intenta restañar la (des) confianza (que por cierto es un valor vaporoso).
Libertad de expresión. Sobra decirlo pero no me lo ahorro: sin libertad de expresión todo el edificio democrático se derrumba, se trata de una piedra fundadora de la convivencia y la contienda democrática. Pero al igual que el resto de los valores positivos tiene que conjugarse con otros, porque de no suceder así también puede generar realidades indeseables. En el caso específico de las elecciones, la libertad de expresión debe modularse con la búsqueda del valor de la equidad en la competencia. No es un tema mexicano, en esos términos se discute en todo el mundo . Se trata por supuesto de garantizar que las personas puedan expresar sus preferencias, pero de lograr que la contienda entre partidos y candidatos sea lo más pareja posible. Y para ello en muchas partes del mundo se han diseñado mecanismos para que terceros no puedan irrumpir con su dinero en la compra de publicidad en los grandes medios masivos de comunicación. Esa disposición –discutible, como todo- se justifica por su finalidad, por los objetivos que persigue: equidad… modulando la libertad de expresión.
Como dice una publicidad ocurrente: “Nada con exceso, todo con medida”.
IV. Liberalismo e izquierda.
No me cabe ni la menor duda de que la izquierda mexicana está obligada a incorporar a sus plataformas e idearios la tradición que emerge del liberalismo. Sin respeto a las “garantías individuales” o los derechos humanos; sin un compromiso fuerte y decidido con las libertades (de organización, expresión, prensa, manifestación, de tránsito, etc.); sin una asunción profunda de la virtud del pluralismo político y su convivencia-competencia civilizada (es decir, con la democracia); la izquierda puede –ha sucedido en otras latitudes- convertirse en una corriente autoritaria.
Pero, si los liberales quieren preservar y extender las libertades tienen que preocuparse por algo más que por las libertades.
Acaba de aparecer en José Antonio Aguilar Rivera (coordinador). La fronda liberal. La reinvención del liberalismo en México (1990-2014). CIDE. Taurus. 2014.