Salomón Chertorivski Woldenberg
El Universal
26/09/2016
Pido al lector una disculpa por adelantado. Hoy creo tener la obligación de contar una historia muy personal, pero lo que vi y oí el sábado -en esa marcha «por la familia»- lo convierte casi en un deber.
Sucedió hace 100 años (prácticamente). Mis bisabuelos venían huyendo del este de Europa, territorio convulso entonces, a punto de una guerra, perseguidos, discriminados y amenazados. Sus vidas corrían peligro.
El destino quiso que su buque salvador desembarcara en un país que como muy pocos -entonces como ahora- abrió sus puertas con tolerancia natural, con solidaridad, brindándole a aquellos extraños oportunidades para mejorar su vida.
Solo ese contexto abierto y amable explica que unos ucranianos tan ajenos, sin hablar el idioma español, con creencias y costumbres bien diferentes -y para colmo, sin dinero- se asentaran en México con esperanza bien fundada en construir una nueva vida.
Mucho trabajo; mucho esfuerzo; dificultades de todo tipo, por supuesto, pero la tolerancia que ejercía este país les permitió no sólo escapar de una barbarie, sino hacer de sus hijos comerciantes (en la Merced); de sus nietos, profesionistas, universitarios, y bisnietos mexicanos sanos y libres para elegir su futuro.
El sábado, ese México parecía desvanecerse ante el coro de una muchedumbre soliviantada por prejuicios religiosos, incapaz de reconocer lo distinto, sin noción de tolerancia, es decir, de reconocer el legítimo derecho de otros, aunque diferentes… aunque no nos gusten.
Me perturba ver que ese país tolerante, solidario y que pudo ofrecer oportunidades incluso a familias venidas de muy lejos, se trastoca, retrocede, camina hacia atrás y lo hace a gritos, mediante el despliegue de multitudes airadas, en algunos casos incluso amenazantes.
¿A dónde hemos llegado? ¿A dónde queremos ir? ¿Quiénes queremos ser en el futuro y cómo queremos ser reconocidos en el mundo?
Perturba que esa manifestación exaltada por una religiosidad mal entendida convoque a muchas personas; que incluso en la Ciudad de México, obstinado territorio de libertades (como ha insistido el Doctor Miguel A. Mancera en su proyecto constitucional por cierto), existan organizaciones que se sientan capaces de proclamar: sólo mi idea de familia es legítima, mi moral debe imperar, ustedes, los distintos, no tienen los mismos derechos que yo, que todos los demás.
Y esto ocurre en un contexto económico adverso. Lanzados, muy probablemente a una nueva estación recesiva, con presupuestos ajustados hasta el límite, sin aspiraciones, sin solidaridad (como esa enconada resistencia a pagar al trabajador lo justo para que lleve una vida honesta), hipotecando el presente, esgrimiendo unos cuantos dogmas financieros que dibujan un modelo económico más preocupado en tranquilizar mercados irracionales, que en los problemas acuciantes de 123 millones de personas. Resignado a no crecer y mucho menos a redistribuir.
Algo va mal, decía el gran historiador Tony Judt. La dimensión moral ha sido expulsada del debate público y lo que florece y se afirma es eso: los dogmas, lo mismo en la sociedad como en la economía.
Las marchas del sábado y el sentido del presupuesto público que se discute lanzan una sombra negra en los meses por venir. Se deshilacha nuestro sentido de comunidad, de respeto por el otro, nuestra esperanza de que podemos ser mejores y que es nuestra obligación procurar que nadie se quede fuera.
Perturba. Ese país se nos está yendo entre las manos, esa tierra generosa que colocaba los valores de la tolerancia por delante y que en buena hora encontraron mis bisabuelos, cien años atrás.