José Woldenberg
Reforma
03/08/2017
(Me) llaman la atención las profundas convulsiones a las que se encuentra sometida nuestra germinal democracia en comparación con la relativa quietud que acompañó al antiguo régimen heredero de la Revolución Mexicana. Y no creo que sea el autoritarismo que caracterizó al segundo ni la difícil democracia del presente lo que en sí mismo pueda explicar ese contraste. Sería además una «explicación» circular y por ello insuficiente.
Visto en retrospectiva resulta vistosa la estabilidad del régimen de la post revolución. Durante varias y dilatadas décadas destacó en el contexto de América Latina en donde golpes de Estado, intentos por edificar o consolidar democracias y revueltas de diferente tipo inyectaban altas dosis de incertidumbre e inestabilidad.
¿Cuáles fueron los nutrientes de ese consenso (si se quiere pasivo) con los gobiernos que se decían herederos de la lucha armada? Adelanto algunas ideas que no son originales ni mucho menos pretenden ser exhaustivas: A) Una asentada legitimidad de la llamada ideología de la Revolución Mexicana. Si bien se trató de un ideario vaporoso que cobijó muy distintas y en ocasiones contradictorias políticas, la Revolución (la que destruyó el viejo Estado liberal-oligárquico) mantuvo en buena parte del imaginario público no solo su carácter de empresa heroica sino capaz de edificar un país más justo. B) La construcción de un sistema de mediaciones con las grandes organizaciones de masas que permitieron una negociación permanente -si se quiere asimétrica y también subordinada- de los intereses de los grupos representados. Para sus dirigentes promociones políticas y para sus afiliados mejoras paulatinas en sus condiciones de trabajo y de vida. C) La construcción de instituciones públicas destinadas a atender algunas de las necesidades más sentidas de los trabajadores: desde el Seguro Social hasta el original Departamento de Asuntos Agrarios (solo como ejemplos), esas instituciones se dedicaron a procesar y resolver reclamos diversos. D) Pero sobre todo un crecimiento económico sostenido y alto, que aunque nunca distribuyó sus frutos de manera equitativa, fue capaz de forjar un horizonte en el cual los hijos vivirían mejor que sus padres. Y esa esperanza en buena medida se cumplía. E) Y si a ello agregamos el contexto latinoamericano aludido al inicio, México aparecía como una sociedad más habitable que sus similares y conexas. (Por supuesto estas notas no pretenden esconder las múltiples luchas, huelgas y revueltas que se llevaron a cabo contra el «orden establecido», pero tratan de captar los trazos más generales de la situación).
Nuestra naciente democracia modificó la fuente de la legitimidad: a través de elecciones, las diferentes ofertas tienen que ganar la adhesión de los ciudadanos. La legitimidad derivada de la Revolución resulta tan remota que no significa nada para la inmensa mayoría de los ciudadanos; el contexto internacional se modificó y el consenso prodemocrático es hegemónico; las organizaciones de los trabajadores, desgastadas por años de subordinación y antidemocracia, difícilmente gravitan en la escena pública, y son los sectores medios -dispersos y diversos- los que pesan más en los circuitos de deliberación pública; muchas de las instituciones siguen funcionando y atendiendo necesidades de diferente tipo, pero se encuentran desgastadas y al ser sectoriales (no universales) dejan sin cobijo a millones de excluidos.
Sin embargo, la nueva legitimidad se ve también erosionada sobre todo por la corrupción (antes, no suficientemente exhibida), el estremecimiento que produce la violencia expansiva y la falta de crecimiento. El proceso democratizador ha sido acompañado de un crecimiento económico insuficiente, incapaz de crear los empleos formales necesarios, fomentando la informalidad, y, lo más devastador, construyendo un horizonte en el cual en infinidad de familias los hijos están destinados a vivir peor que sus padres. Lo cual genera un malestar más que explicable: justo. Y me temo que si esos déficits (para usar un adjetivo benévolo) no se atienden, el aprecio por el nuevo régimen seguirá desgastándose. Máxime que una sociedad cruzada por desigualdades sociales oceánicas, como la mexicana, difícilmente puede edificar eso que la CEPAL llama cohesión social.