Fuente: El Universal
Ricardo Raphael
Un día sí y otro también se reclama a los gobernantes, jueces, soldados, policías y fiscales que sean tan ineficaces para frenar la violencia, que se hayan dejado corromper por las mafias, que no cuenten con funcionarios profesionales para asegurar el ejercicio de la ley; en fin, que por su responsabilidad el Estado haya sido suplantado por redes privadas dedicadas al crimen, el secuestro y la extorsión.
Todas son recriminaciones válidas. Cuando el poder público no es capaz de asegurarle a sus ciudadanos una existencia social pacífica, se está en presencia de un Estado fallido, o peor aún, de un Estado depredador.
Sin embargo, habría de reconocerse también que estas graves circunstancias son sólo una parte de la ecuación a la hora de explicar lo que hoy se vive en México. Junto al Estado fallido hay una gran parte de la sociedad que participa cotidianamente como cómplice de la ilegalidad.
Lamentablemente son demasiados los mexicanos que han optado por dedicarse a un oficio ubicado fuera de la ley. La lista es larga: jóvenes narcomenudistas, veteranos traficantes, pistoleros a sueldo, lavadores de dinero, negociantes de armas, tratantes de personas, fabricantes de pornografía infantil, entre otras detestables especies.
Cada uno se otorga razones muchas para justificar su conducta. Alguno razonará que las actividades ilícitas ofrecen oportunidades económicas inobjetables en un país donde la pobreza abunda.
Otros se presentan ante sus comunidades como una suerte de bandido social post moderno que le vende drogas a los ricos estadounidenses para luego construir escuelas, iglesias y hospitales en sus poblaciones.
Los sicarios han disfrazado de heroicidad y supuesto vigor masculino su actividad criminal. Son ellos quienes pagan fortunas para que famosos grupos musicales compongan corridos donde se celebren sus atrocidades, o los que mandan colgar cínicas mantas publicitarias que luego los medios de comunicación reproducen sin recato para volverlas del conocimiento masivo.
Según las Fuerzas Armadas, cerca de medio millón de mexicanos participan directamente en las redes y negocios del crimen organizado.
Un segundo México es el de quienes, conciente o inconscientemente, se han vuelto cómplices de los anteriores. Son los que limpian su dinero sucio, los que rentan propiedades sin exigir referencias, quienes guardan silencio frente al delito. Forman también parte de este grupo quienes se mantienen indiferentes o los que se han permitido caer en un pasmoso estado de negación.
El tercer grupo de mexicanos está compuesto por las élites del poder y de los dineros que han encontrado en esta desafortunada situación un formidable negocio. Se trata de los altos funcionarios públicos convertidos en padrinos de la mafia, de los gobernadores, de los presidentes municipales, de los policías y los militares, que cobran en ambos bandos. Junto a esta poderosa élite se encuentran los criminales de cuello blanco: financieros, contadores y abogados que igualmente son lo peor de la progenie.
Por último aparece el cuarto México, cuyo rasgo común es que detesta a los tres anteriores. Ahí se ubican los mexicanos que no han renunciado a construir un país donde la vida buena sea posible, donde su existencia y sus posesiones estén a salvo de los abusos y la brutalidad, donde la dignidad de las personas sea relevante.
Estos cuatro Méxicos, el criminal, el cómplice, el corrupto y el de la dignidad, conviven todos los días en el mismo territorio. La prevalencia futura de cada uno dependerá del número de individuos que convoquen y también de la inteligencia y recursos con los que cuenten para apropiarse del Estado.
En los tiempos que vienen, aún más difícil que exigirle al poder público cumplir con su misión civilizatoria, será asegurarse de que el cuarto México triunfe sobre los otros tres.
Analista político