Fernando Escalante Gonzalbo
Nexos
01/05/2015
El punto álgido de la transición cultural hacia el neoliberalismo se registra en los años setenta. Fernando Escalante ensaya una mirada a esa década en que se derrumbó el Estado de bienestar, que había sostenido el pacto social de la posguerra.
El programa neoliberal se perfila en sus rasgos generales a fines de los años treinta, principios de los cuarenta, y siempre va a conservar algo del aire apocalíptico, de fin del mundo, de aquella época. Su momento de mayor vitalidad intelectual está en los años cincuenta, en los sesenta, cuando escriben lo fundamental de su obra Hayek, Friedman, Bruno Leoni, Buchanan, Gary Becker, cuando en Alemania se ensaya la “economía social de mercado”. No obstante, a lo largo de todo ese tiempo es prácticamente marginal en el espacio público. Salvo en Alemania, que tiene que reconstruirlo todo, de arriba abajo, la obsesión antiestatal del neoliberalismo parece cosa de otro tiempo. Cambian las tornas rápidamente en los años setenta.
En la larga posguerra europea, a partir de 1945, en los países centrales se construye un Estado de bienestar generoso, eficiente, que permite a la mayoría un nivel de vida que hubiese sido inimaginable unos pocos años antes. El régimen fiscal y el acceso al consumo masivo producen, además, una mayor igualdad material. En resumen, el modelo keynesiano funciona: mercados regulados, fiscalidad progresiva, intervención estatal, contratos colectivos, seguridad social, políticas contracíclicas. Crecen la educación pública, los sistemas de salud pública, se introduce el seguro de desempleo, aumentan los salarios, sin que ninguna de las sociedades europeas desemboque en el infierno totalitario que auguraba Hayek en Camino de servidumbre. O sea que la amenaza no resulta creíble, y fuera de algunas universidades, algunos centros de estudio, no se le presta mayor atención.
Por otra parte, en la periferia domina de modo absoluto el desarrollismo, en cualquiera de sus versiones. En todas partes se impone la idea de que el Estado se haga cargo de promover el desarrollo, combatir la pobreza. Desde luego, influye para eso el clima de la Guerra Fría. La Unión Soviética de Stalin ha puesto un ejemplo de industrialización acelerada, masiva, que resulta muy atractivo para los líderes del tercer mundo; y su política exterior aprovecha además el ímpetu del movimiento de descolonización. La alternativa es muy real. Tras la revolución China (1950), la guerra de Corea (1950-1953), la crisis de Suez (1956), es claro para casi todos que hace falta encontrar una opción intermedia, que permita acelerar el crecimiento en los países pobres, alguna forma de redistribución del ingreso, pero que no signifique la incorporación a la órbita soviética. A ese impulso obedece el liderazgo de Nasser en Egipto, de Nehru en la India, de Sukarno en Indonesia, Nyerere en Tanzania, también el del mariscal Tito en Yugoslavia. En todas partes, con más o menos éxito, se trata de impulsar el desarrollo mediante una combinación de proteccionismo, empresas públicas, inversión en infraestructura, estímulos fiscales, subsidios al consumo, gasto social; en todas partes crece la economía, aumenta el consumo, aumenta rápidamente la alfabetización, los índices de escolaridad. El modelo funciona, también en la periferia: la economía mixta, con un poderoso sector público, produce crecimiento, bienestar, estabilidad social.
La situación cambia, casi de la noche a la mañana, en los años setenta. Se produce entonces el giro decisivo.
La imagen de la década es bastante borrosa. Sobre todo en comparación con la que nos ha quedado de los sesenta: rebeldía juvenil, música de rock, drogas, prohibido prohibir, pidamos lo imposible, y también la de los ochenta, marcados por la fuerte personalidad de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, Gorbachev, el áspero amanecer del neoliberalismo. En comparación, digo, los setenta quedan un tanto desvaídos. Y, sin embargo, son los años del gran cambio.
En contraste con las dos o tres décadas anteriores de relativa estabilidad social y crecimiento económico, de una rebeldía más o menos festiva, los setenta son años amargos, de inestabilidad, desempleo y crisis económica, años de huelgas, manifestaciones violentas, empobrecimiento masivo, años de terrorismo, de exasperación social, de tensión. La seguridad, el ánimo confiado, optimista, de la posguerra desaparece —y despunta un mundo nuevo.
Vale la pena intentar una mirada panorámica. Los setenta son sin duda los años más bajos para Estados Unidos en casi todos los terrenos, y ese declive de la potencia hegemónica tiñe la década, le da un aire muy característico —el de una decadencia entreverada de esperanzas muy ambiguas, intentonas fallidas—. Para empezar, en 1971 el gobierno de Nixon decide suspender la paridad del dólar con el oro, que hasta entonces había estado en 35 dólares la onza, y que era el ancla del sistema monetario internacional. El peso de la deuda, el creciente gasto militar, los compromisos financieros que implicaba la Guerra Fría, y la masiva emisión de dólares para pagar por todo ello hacen que sea imposible mantener el tipo de cambio: no hay oro suficiente en la reserva norteamericana para respaldar el papel moneda. La medida tiene consecuencias de todo tipo, abre una nueva partida en la economía internacional, pero sin duda supone un golpe considerable para la imagen de Estados Unidos. A partir de entonces todas las monedas entran en flotación, si no se atan al dólar directamente, y el conjunto del sistema monetario entra en un periodo de inestabilidad. El dólar sigue siendo la moneda de referencia, sin competencia alguna hasta la creación del euro, pero los términos son muy distintos.
Más grave para su imagen, para su prestigio internacional como líder del mundo libre, y para la idea que el público norteamericano se hace de su propio país, es la situación en Vietnam, que no deja de deteriorarse, a pasos agigantados. En 1970 Nixon había ordenado la invasión de Camboya, en un intento desesperado por cegar las fuentes de abastecimiento de la guerrilla vietnamita. Las consecuencias fueron peores. En unos años, 1975, el ejército de Estados Unidos tiene que reconocer el peor desastre de su historia. La prensa de todo el mundo reproduce las imágenes de la dramática retirada de Saigón, con la guerra perdida. A continuación, el gobierno de Nixon firma una paz ya irrelevante con Vietnam del Norte, y se retira también de Camboya, dejándola en manos de los khmer rojos, de Pol Pot.
Pero lo peor es lo que sucede en el frente interno. Los Papeles del Pentágono, difundidos por Daniel Ellsberg, demuestran que el gobierno federal había estado engañando a lo largo de una década, sistemáticamente, al público, a la prensa, al Congreso, y que los tres presidentes, Kennedy, Johnson, Nixon, habían mentido públicamente sobre el costo de la guerra, sobre la magnitud del compromiso de Estados Unidos, sobre el volumen de las tropas desplegadas y su misión en Vietnam (Hannah Arendt escribió con ese motivo un dramático ensayo sobre la mentira en política: de lo mejor de su obra). Además, está Watergate. Los detalles son conocidos. El presidente ha empleado los recursos del Estado para espiar a sus adversarios, ha mentido sobre ello, ha ocultado o destruido información para encubrir los delitos. El caso provoca finalmente la dimisión del presidente Nixon, pero el daño para el prestigio del Estado, del sistema político, es más grave, de consecuencias mayores.
En Europa son también años de tensión, que se acentúa a partir de la crisis petrolera de 1973. El primer ministro británico, Edward Heath, se ve obligado a declarar el estado de emergencia cuatro veces entre 1970 y 1974: en Gran Bretaña hay un millón de desempleados, una inflación de 14%, y a eso hay que sumar el terrorismo del Ejército Republicano Irlandés. En Italia actúan las Brigadas Rojas, en Alemania la Fracción del Ejército Rojo de Andreas Baader y Ulrike Meinhoff, en España son ETA, el FRAP.
Mientras tanto, en la periferia ha hecho crisis el modelo de industrialización por sustitución de importaciones, que era una de las piezas clave del desarrollismo. La UNCTAD, la CEPAL, llevan tiempo denunciando el deterioro de los términos de intercambio, que condena al subdesarrollo a los países pobres, que dependen de la exportación de materias primas. Las circunstancias empeoran con la crisis global de los setenta. En medio de la turbulencia, consecuencia de ella también, parece haber un movimiento general hacia la izquierda: están para empezar los triunfos de la guerrilla comunista en Vietnam y Camboya; en África, la lenta, dramática descolonización de Angola y Mozambique termina con la formación de gobiernos de abierta simpatía hacia la Unión Soviética; en América Latina está el gobierno de Salvador Allende en Chile, el ascenso de las guerrillas en Guatemala, El Salvador, Nicaragua, el terrorismo de Montoneros en Argentina, Tupamaros en Uruguay; en Oriente Medio la década se cierra con el triunfo de la revolución islámica de Irán.
En menos de 10 años el mundo cambia por completo.
Los movimientos de esos primeros setenta alimentaron un recrudecimiento de la Guerra Fría en algunos lugares, un nuevo entendimiento en otros. Algunos cambios fueron más silenciosos: en 1976 moría Mao Tse Tung, en 1978 China adoptaba las primeras medidas de liberalización económica. Y con eso el mundo había cambiado definitivamente, aunque apenas se notase entonces.
El episodio decisivo es sin duda la guerra de Yom Kippur, de 1973, a partir de la cual la OPEP decide imponer un embargo a los países que han apoyado a Israel. La medida afecta de inmediato a Holanda, Portugal, Rhodesia, Sudáfrica y, finalmente, al conjunto de los países europeos. El petróleo, que se había mantenido con un precio de alrededor de dos dólares por barril durante los 30 años de expansión, salta en menos de dos años a 12 dólares por barril (y subiría más después de la revolución de Irán). La crisis energética incide sobre el consumo y la producción en los países centrales, y contribuye a provocar una crisis financiera de grandes proporciones. Los bancos comienzan a recibir cantidades ingentes de dinero, petrodólares, que los países productores de crudo no pueden invertir ni colocar en una Europa en crisis. La opción es prestar a los países de la periferia, que están encontrando los límites del modelo de desarrollo.
En ese clima se intenta articular formalmente lo que se llamará, con más entusiasmo que sentido práctico, el Nuevo Orden Económico Internacional. No se tradujo en nada concreto. A la distancia, tiene interés precisamente por su fracaso, porque señala un fin de época. En la idea del Nuevo Orden Económico culmina una breve evolución ideológica, que había comenzado en 1964, con la integración de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), producto de la experiencia desarrollista y de las críticas de las teorías de la modernización. La idea básica era muy sencilla: las relaciones económicas entre países son inequitativas, benefician desproporcionadamente a unos en detrimento de los otros.
En las universidades en esos años hay formulaciones más o menos radicales de la misma tesis: Fernando Henrique Cardoso, André Gunder Frank, Ruy Mauro Marini. Con frecuencia concluyen que la única solución sería adoptar un régimen socialista. En la opinión internacional domina una idea mucho más moderada, y aun así, diametralmente opuesta a lo que sería el sentido común 10 años más tarde. En 1974 la Asamblea General de Naciones Unidas adopta la resolución 3201, que pide el establecimiento de un Nuevo Orden Económico Internacional —es la marea alta del poder de la OPEP, el fin de la guerra de Vietnam.
En el bosquejo hay cinco líneas principales. Primero, procurar una estabilización de los precios de los bienes exportados por los países periféricos para detener el deterioro histórico de los términos de intercambio. Imponer un sistema de tarifas preferenciales para los países en desarrollo, en especial los más pobres. Adoptar mecanismos que favorezcan la transferencia efectiva de tecnología hacia los países en desarrollo. Renegociar la deuda externa de los países más pobres. Mejorar los mecanismos de protección comercial para acelerar la industrialización.
La mirada que orienta la idea del Nuevo Orden Económico Internacional supone que hay una responsabilidad compartida de la comunidad internacional para promover el desarrollo, y que interesa a todos acabar con la pobreza. Supone que los instrumentos políticos son eficaces para ello, y que se debe favorecer sistemáticamente a los países más pobres: en comercio, inversión, créditos, recursos tecnológicos. En ese ánimo se integró el Grupo de Personas Eminentes, en 1974, para que elaborase un código de regulación de las multinacionales para facilitar la transferencia de tecnología, promover la reinversión de las ganancias en los países en que se generasen, y limitar la repatriación de utilidades. En ese ánimo también se creó en 1977 la Comisión Brandt, para el estudio de las relaciones Norte-Sur. La Comisión elaboró un primer informe en que recomendaba revisar los términos de intercambio, regular a las empresas multinacionales, reorganizar el sistema monetario internacional y reducir los subsidios agrícolas de los países centrales.
No hace falta insistir mucho en ello para que se vea que las ideas, todas, están en las antípodas del programa neoliberal. No fueron vistas nunca con simpatía por los gobiernos de los países centrales, que votaron en contra de todas las resoluciones que se presentaron con ese ánimo, en cualquier foro. Pero era el lenguaje habitual de los organismos multilaterales en los años setenta. Todo eso tuvo un final abrupto en la Cumbre Norte-Sur de Cancún, en 1981.
En ese clima de inestabilidad: protestas, huelgas, recesión económica, violencia, terrorismo, transcurren los años setenta. Y se desacredita muy rápidamente el keynesianismo de las tres décadas anteriores.
Vale la pena aclarar un poco. El pensamiento de Keynes es complejo, matizado, lleno de salvedades y precauciones. Sus recomendaciones de política normalmente eran prudentes, limitadas, erizadas de reservas. Entre sus notas características está la convicción de que el análisis económico no puede prescindir de las consideraciones morales (una frase, sobre las reparaciones exigidas a Alemania en el Tratado de Versalles: “Reducir a Alemania a la servidumbre durante una generación, degradar la vida de millones y privar de toda felicidad a una nación entera debería ser detestable en sí mismo, incluso si hacerlo nos enriqueciera”). También la convicción de que en la economía hay incertidumbre y no sólo riesgos: es decir, que hay algo fundamental, imposible de calcular.
El consenso keynesiano de los años cincuenta y sesenta tenía el propósito central de proteger a la mayoría de las fluctuaciones más graves del mercado. Esto mediante una red de protección, gasto social, la provisión de bienes públicos, empezando por la salud, y una política contracíclica para mantener el nivel de empleo. Todo se volvió complicado, dudoso, cuando comenzó a agravarse la crisis en los setenta. No era posible ya mantener el empleo, ni la red de protección. No había dinero bastante y no funcionaban las medidas que se habían usado durante tanto tiempo. La administración de la demanda agregada mediante la expansión monetaria empezó a resultar contraproducente: se producía inflación, bajaban los salarios reales, se devaluaba la moneda y se entraba en una espiral de aumento de precios y salarios, y la economía seguía estancada de todos modos.
Sencillamente, el modelo dejó de funcionar. La reacción no fue producto de una elaboración conceptual, eso vendría después, sino del pragmatismo más pedestre: había que hacer algo.
El programa neoliberal tenía lista una alternativa con el brillo de lo nuevo, elaborada en algunas universidades, fundaciones, centros de estudio, patrocinada por algunas figuras de renombre. Su punto de partida era una crítica de las políticas keynesianas, pensada desde los años treinta —la vieja batalla de Hayek, de Mises—. Y ofrecía un horizonte radicalmente distinto: un programa económico completo, con otras bases, una crítica muy incisiva del orden institucional, de las inercias y las consecuencias impensadas, deletéreas, del Estado de bienestar, y una explicación general de la crisis que parecía cuadrar bien con los hechos. Pero además había una afinidad del neoliberalismo con el ánimo radical, contestatario, de los setenta, que lo va a hacer particularmente atractivo. Es acaso la pieza clave para entender lo que viene después.
La crítica del Estado y de la burocracia es posiblemente el motivo cultural característico de la década de los setenta. En ella coinciden movimientos de tradiciones muy diferentes.
No es una novedad en la derecha empresarial, que siempre ha tenido una actitud muy crítica hacia los impuestos, la regulación, la intervención del Estado en la economía; el marasmo de los setenta sólo añade peso, urgencia, también acritud a sus cargos. Y el neoliberalismo articula esa crítica, vieja de muchas décadas, en un programa intelectualmente coherente, que se resume en la defensa del mercado. La novedad es que coincidan en esa denuncia del Estado, de las burocracias, de la regulación, y en defensa de la libertad, algunos de los movimientos contestatarios de los años anteriores. La intención es distinta, desde luego. El propósito es distinto. Pero la coincidencia es indudable: el Estado es el gran enemigo.
En los países centrales: en Francia, Reino Unido, Estados Unidos, los movimientos juveniles de protesta de los años sesenta tienen una poderosa deriva individualista. Se han explicado de muchas maneras, no hace falta insistir. En todo caso, eran entre otras cosas expresión de la inconformidad de una nueva generación con estudios universitarios, con acceso a un mundo de consumo inimaginable para sus padres, con infinitas posibilidades —y demasiadas reglas—. En defensa de la libertad los jóvenes de los sesenta se encuentran con que el enemigo más visible es el Estado, la administración, que se manifiesta concretamente como autoridad universitaria: son los maestros, la disciplina del salón de clases. Y a continuación la policía, las leyes en general. No es extraño.
Sirve de ejemplo, uno entre muchos posibles, Paul Goodman. Psicólogo, sociólogo, un intelectual público sumamente prolífico, original, uno de los referentes del movimiento estudiantil de los años sesenta en los Estados Unidos. Los más conocidos de sus libros: Growing up Absurd (1960), The Community of Scholars (1962), The New Reformation (1970), son básicamente una denuncia de la enajenación de los jóvenes en la sociedad industrial, y una crítica general, demoledora, del sistema educativo. El argumento central es conocido: cualquier máquina de educar es ineducativa, es antinatural, detiene y distorsiona el crecimiento de los jóvenes y les impone una vida sin sentido. La idea desemboca, como es lógico, con la propuesta de suprimir la educación media y sustituir las escuelas por la educación incidental, en el trabajo o en el ejercicio de una profesión. No aprender en una clase, donde verdaderamente no se aprende nada, sino haciendo las cosas, en la práctica.
La crítica de Goodman, como la de los estudiantes después, es general, se refiere al mundo todo de la sociedad industrial. La guerra, por supuesto, la destrucción del ambiente, la fealdad de las ciudades, la inanidad de la vida comunitaria, la mala calidad de los servicios públicos. Su primer objeto, el primero con el que se tropieza, como representación del sistema entero, es la escuela, lógicamente —también les pasará a los estudiantes—. La escuela se convierte en modelo, arquetipo de todas las instituciones.
El radicalismo tiende a mezclarlo todo, porque todo resulta igualmente condenable. La escuela representa la autoridad: vertical, espuria, anquilosada, y además inmediatamente presente, en cada salón de clase. La denuncia de la autoridad arbitraria e injustificada de la escuela desemboca directamente en la denuncia de la burocracia, y para empezar la burocracia pública, que es la más visible, y en la denuncia de todas las instituciones, pero especialmente el Estado, que es la más obvia —la más abiertamente coercitiva—. Goodman se dice, sólo a medias en broma, un conservador neolítico. Y defiende, cuando lo articula programáticamente, una particular versión del anarquismo. Su postulado central es clarísimo: en la gran mayoría de los asuntos humanos, resulta más mal que bien de la coerción, de la dirección vertical, la autoridad central, la burocracia, la planeación, el Estado. La conclusión es obvia. Y se resiste a aceptar cualquier forma de gobierno no porque piense que los hombres son buenos, sino porque no lo son, y por lo tanto no es sensato conferir a nadie autoridad sobre el prójimo. No se priva de decir que los individuos que ocupan posiciones de autoridad tienden a ser más estúpidos que el resto, porque pierden el contacto con la experiencia común.
Es el espíritu de los sesenta, perfectamente reconocible. Pero en todo ello también resuena Hayek, también Buchanan.
Otro ejemplo, que muestra muy bien la afinidad entre ese radicalismo juvenil, antiautoritario, y el programa neoliberal: Iván Illich. Entre 1960 y 1976, en Cuernavaca, en el CIDOC, publica los cinco panfletos que constituyen lo más resonante de su obra: Alternativas, La sociedad desescolarizada, Energía y equidad, La convivencialidad y Némesis médica. Es un nuevo tipo de radicalismo, en el ánimo de los sesenta, enemigo de todas las instituciones, de todas las formas de organización y de regulación y disciplina de la vida cotidiana. En su caso, como en el de Paul Goodman, y muchos más, el Estado resulta ser la cara más visible, la primera, y por lo tanto la más fácil de criticar. Y por eso tiene Iván Illich en la mira a las instituciones públicas.
En las sociedades modernas, dice, la salud, la educación, la creatividad, se confunden con la actividad de las instituciones que dicen servir a esos fines. Y por eso resulta que no hay verdadera educación, ni hay verdadera salud, ni creatividad. Las burocracias del bienestar ambicionan un monopolio profesional, político y financiero sobre la imaginación social, y se arrogan el derecho de fijar normas sobre lo verdadero, lo necesario, lo factible.
La más popular de las críticas de Iván Illich, la de mayor alcance, y que ha tenido varias elaboraciones posteriores, es la de la escuela. Su argumento central es más o menos como sigue. La escuela traduce la enseñanza en una mercancía cuyo mercado monopoliza, porque consigue que se identifique educación con certificación. Dicho monopolio beneficia básicamente a los sindicatos de maestros, que con razón siempre se oponen a las escuelas libres, a los maestros no acreditados —que podrían competir ofreciendo educación y no sólo certificados—. La escuela además se apropia del dinero, de la gente y de la buena voluntad disponibles para la educación, y desalienta con eso a otras instituciones que podrían encargarse de tareas educativas. A sus ojos, la solución no ofrece dudas. Es necesario abrir el mercado, multiplicar las oportunidades de aprendizaje, ofrecer incentivos para que quienes están calificados compartan su conocimiento —aunque eso vaya en contra de los intereses de las guildas, las profesiones y los sindicatos.
A veces da la impresión de estar leyendo a Hayek. Es el mismo impulso: iconoclasta, liberal, individualista, que en Iván Illich tiene tonalidades de rebeldía izquierdista, y en Hayek es inequívocamente conservador. La coincidencia es indudable, y fundamental.
En Estados Unidos ese radicalismo vagamente anarquista entronca con una tradición libertaria, a la que pertenecen figuras más o menos extravagantes, como Alfred Jay Nock o Frank Chodorow, incluso Murray Rothbard, y más tarde Alfred Nozick. En el resto del mundo es un estilo que encuentra resonancias en la Internacional Situacionista, de Guy Debord, por ejemplo.
La última pieza, la que faltaba para que la crítica del “Establishment” fuese básicamente crítica del Estado, sin salvedades, era el descrédito definitivo de la Unión Soviética y del proyecto socialista. También cristalizó en los años setenta. La decadencia fue más o menos larga, discutida, pero la guerra cultural estaba perdida desde entonces. De hecho, se puede fechar con exactitud: con la publicación de Archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsyn, en 1973. Para toda una generación de universitarios, académicos, intelectuales europeos, y muy especialmente franceses, el libro fue decisivo. Nadie podría en adelante defender de buena fe a la URSS sin hacer toda clase de salvedades —que hacían que la defensa fuese irrelevante.
El Estado de bienestar occidental ofrecía de pronto la imagen contrahecha de Watergate y la guerra de Vietnam, la CIA, los asesinatos en la prisión de Stuttgart-Stammheim, del extrañísimo affaire Moro, y el Estado socialista era el Gulag: no había manera de defenderlo. En los países de la periferia, donde el Estado podía identificarse con la figura de Nehru, Nasser, Cárdenas, Sukarno, Perón o Léopold Sédar Senghor, el movimiento fue un poco más lento. Pero llegaría a todas partes.
Ese radicalismo ambiguo que dejan como herencia los años sesenta, junto con el auge del neoliberalismo, contribuye a configurar lo que se podría llamar el “molde cultural” de Occidente en las décadas siguientes. Las afinidades no son triviales. La nueva izquierda, como ha señalado Tony Judt, abandona pronto los motivos clásicos de la desigualdad, la distribución del ingreso, la producción de bienes públicos, y se concentra en preocupaciones individuales: la libertad, la autenticidad, los temas de los estudiantes universitarios de los sesenta, y deriva poco a poco hacia la defensa del derecho a la diferencia.
La traza básica de ese molde cultural en los países centrales deriva de dos tendencias mayores. La primera, resultado del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, resultado del feminismo también, es un movimiento hacia una mayor igualdad formal, jurídicamente protegida, contra cualquier forma de discriminación por motivos de género, de origen étnico, religión. La segunda, secuela del entusiasmo meritocrático de los nuevos universitarios, y del progreso del programa neoliberal, es una justificación abierta, explícita, de las desigualdades, en sociedades en que comienza de nuevo a concentrarse el ingreso. El resultado de ambas cosas en conjunto es un renovado, exacerbado individualismo. Y un nuevo eje para el consenso ideológico, en la oposición entre la igualdad de oportunidades, por la derecha, y el derecho a la diferencia, por la izquierda.
En resumen, el neoliberalismo hereda mucho del espíritu de las protestas juveniles, y en buena medida su vitalidad depende de eso, de que es capaz de mantener un aire contestatario. Importa tenerlo presente. Su programa es fundamentalmente conservador, incluye muchos de los temas más clásicos de la derecha empresarial: libre mercado, control del déficit, reducción del gasto social. Sin embargo, en los años setenta y ochenta es un movimiento de oposición, rebelde, enemigo del orden establecido, un movimiento de protesta contra el Estado, contra la burocracia, los sindicatos, la clase política, contra todos los parásitos del sistema de la posguerra.
En su momento, la denuncia resulta muy verosímil. El Estado de bienestar es el orden establecido, indudablemente. Y favorece a sindicatos, funcionarios, políticos. No hace falta mucho para que parezca que frente a ellos están sencillamente los individuos, cuya vida está permanentemente acotada, regulada, vigilada. Pero lo interesante es que va a conservar ese aire juvenil y contestatario en las décadas siguientes. La explicación no tiene mucho misterio: en la medida en que no desaparece, y no va a desaparecer el Estado, ni los impuestos, ni los sindicatos ni la regulación de la economía, ni los servicios públicos, siempre será posible situarse en la oposición y denunciar a los parásitos, exigir menos impuestos, menos leyes, menos burócratas, menos gasto.
En la línea de Hayek, de Mises, hay una inclinación muy característica a proponer soluciones imposibles, extremas: eliminar el impuesto sobre la renta, privatizar la acuñación de moneda, suprimir la regulación de los medicamentos, lo que sea. Con la consecuencia de que siempre falta algo por hacer, siempre es insuficiente la liberalización, y el sistema establecido se empeña en conservar privilegios, repartir rentas y favorecer a sus parásitos. Los neoliberales de los años noventa, y del nuevo siglo, son siempre jóvenes rebeldes en las calles de París, pidiendo lo imposible.
La retórica aprovecha una veta antipolítica que hay siempre en las sociedades modernas y mantiene una inclinación populista que suele ser muy eficaz. Está ya presente en la obra de Mises, también en Friedman, en políticos como Margaret Thatcher. La línea argumental es sencillísima: los burócratas se arrogan el derecho de decidir cómo debe vivir la gente, qué debe consumir o cómo tiene que educar a sus hijos; en contra de eso, la receta neoliberal es clara, obvia, transparente, que la gente decida, que los consumidores decidan, que nadie se meta en su vida. Simple, convincente, asequible para el sentido común de cualquiera.
Volvamos un poco atrás. La crisis de los años setenta tiene muchas aristas y parece empeorar sin remedio conforme pasa el tiempo. El fin del sistema monetario de la posguerra, la devaluación del dólar, el embargo petrolero, la recesión en Europa. Las políticas convencionales no parecen tener ningún efecto, desde luego no positivo: aumenta el déficit público mientras persiste el estancamiento, y sube la inflación. Las protestas se intensifican en todas partes. Las imágenes de la década son de la gente en la calle, manifestaciones y cargas de policía, gases lacrimógenos, lo mismo en Londres que en Santiago de Chile, en la ciudad de México, en París. La Comisión Trilateral publica un informe famoso para anunciar el riesgo de ingobernabilidad de las democracias, debido a que los electores siempre pedirán más, de manera irresponsable, y los políticos estarán tentados de ofrecerlo.
En esas circunstancias, el neoliberalismo puede ofrecer una salida ya elaborada, más o menos completa, que señala culpables concretos y medidas prácticas relativamente fáciles de entender. Es el momento de mayor éxito de Milton Friedman: su crítica del manejo de la Curva de Phillips explica cómo y por qué pueden aparecer simultáneamente desempleo e inflación. Por lo menos algo se empieza a entender. De hecho, el monetarismo estricto de Friedman tuvo una vigencia muy corta, sólo fue adoptado brevemente por el primer equipo económico de Margaret Thatcher. En adelante, se trata de controlar la inflación a través de la determinación de las tasas de interés y no de la masa monetaria. Pero esa es otra historia.
El éxito de Friedman es el toque de diana. El programa era mucho más amplio. La idea general es simple: las políticas keynesianas de gestión de la demanda agregada producen desempleo e inflación, déficit público, baja productividad, de modo que hace falta ir en sentido contrario. Eso significa control monetario riguroso para mantener la estabilidad de precios, presupuesto público equilibrado, y buscar sistemáticamente las soluciones de mercado, que siempre serán más eficientes, en vez de beneficiar a grupos de rentistas que se aprovechan del Estado.
Los cambios empiezan en esos años. En Estados Unidos hubo un primer, temprano intento fallido de establecer un límite constitucional para el gasto público, mediante la Proposición Uno, de California, bajo el gobierno de Ronald Reagan. En los años siguientes avanza, y cada vez más de prisa, la desregulación de los mercados de energía, teléfonos, aviación, del servicio postal, las tasas de interés de tarjetas de crédito. El punto de inflexión es 1979. El presidente James Carter pide a Paul Volcker, de la Reserva Federal, medidas extraordinarias para el control de la inflación. Volcker decide un drástico aumento de las tasas de interés —lo que se conoce como el “shock Volcker”—. Desde luego, se frenó el crecimiento de la inflación, también se invirtió la relación entre acreedores y deudores, en todo el mundo.
En años de bajo interés nominal y alta inflación, como fueron los setenta, la tasa de interés real había llegado con frecuencia a ser negativa. Altas tasas de interés con baja inflación, en cambio, significan mayor ganancia para los acreedores. El aumento fue súbito: al 2%, luego al 7%, al 9%, hasta llegar cerca del 20% real en 1981.
La consecuencia de mayor alcance fue el impacto del shock sobre la deuda de los países periféricos, que había aumentado entre otras cosas por el agotamiento del modelo de industrialización y la urgencia de la banca por colocar los petrodólares. El resultado fue la crisis global de la deuda, anunciada dramáticamente por el caso mexicano. Es una historia conocida. En los años siguientes el Banco Mundial y el FMI participan en la renegociación de la deuda de la mayoría de los países del sur. En todos los casos la ayuda estaba condicionada a la adopción de lo que se llamaron Programas de Ajuste Estructural, que básicamente imponían el programa neoliberal: disminución del gasto público, reducción del déficit, control de la inflación, privatización de activos públicos, apertura comercial.
Todo eso había tenido un primer ensayo general, en Chile.
La historia ha sido contada ya muchas veces, es literalmente emblemática. Pero vale la pena hacer un repaso, en dos párrafos. El neoliberalismo no llegó a Chile con Pinochet, y no se impuso inmediatamente con el golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973. El proceso había comenzado mucho antes.
En los años cincuenta el gobierno norteamericano inauguró un programa de becas para favorecer la modernización de los estudios económicos en América Latina. Como parte de ese programa, en 1956 se firmó un acuerdo entre la Universidad Católica de Chile y el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, para promover el intercambio de estudiantes. La Fundación Ford concedió para eso un financiamiento de 750 mil dólares, durante 10 años. En las décadas siguientes se formaron en Chicago más de 150 estudiantes chilenos, entre ellos: Patricio Ugarte, Julio Chaná, Álvaro Bardón, Carlos Massad, Jorge Cauas.
Había en Chile, además, algunos miembros de la Mont Pélerin Society: Hernán Büchi, Carlos Cáceres, Cristián Larroulet, Sergio de Castro, José Piñera, Rolf Lüders. A partir de ese grupo, con los economistas llegados de Chicago, se articuló un programa neoliberal chileno desde los años sesenta. Igual que en el resto del mundo, se crearon fundaciones y centros de estudio para perfilar políticas concretas. Agustín Edwards creó a fines de los sesenta el Centro de Estudios Sociales y Económicos, dedicado a combatir la economía mixta. Más tarde se formaron el Club de los Lunes y la Hermandad Naval, donde cobraron forma las ideas que orientarían la política económica del gobierno militar de los setenta. Es decir, que no fue una improvisación en ningún sentido.
El programa neoliberal sólo se puso en práctica de modo sistemático a partir de 1975, cuando los más radicales de sus partidarios ganan ascendencia en la junta. Es conocido el programa de choque que recomendó Milton Friedman, como opción inmediata: recorte del gasto público, liberalización comercial y desregulación del sector financiero. La dictadura ofrecía el escenario ideal para adoptar medidas radicales: prohibidos los sindicatos y los partidos políticos, se podían poner en práctica medidas que en otras circunstancias hubiesen acabado con cualquier gobierno.
Chile se convirtió en un laboratorio, interesante para muchos economistas. Friedman visitó personalmente a Pinochet en 1975, James Buchanan y Gordon Tullock eran invitados frecuentes, el propio Hayek estuvo en 1981. Ése fue el momento de gloria del neoliberalismo chileno, el del primer auge producido por la liberalización —cuando los responsables se llamaban orgullosamente “Chicago boys”, y se definían como neoliberales—. La reunión de la Mont Pélerin Society de 1981 se celebró en Viña del Mar, hubo en la tribuna encendidos elogios para Chile, como modelo: culminaba el “milagro chileno”.
En una entrevista famosa publicada en El Mercurio, el 9 de abril de 1981, Friedrich Hayek explicó bien su punto de vista: evidentemente —dijo— las dictaduras entrañan riesgos. Pero una dictadura se puede autolimitar, y si se autolimita puede ser más liberal en sus políticas que una asamblea democrática que no tenga límites. La dictadura puede ser la única esperanza, puede ser la mejor solución a pesar de todo.
La implicación era clara, nadie necesitaba más explicaciones: era el caso de Chile. Había sido necesario sacrificar temporalmente la democracia para consolidar la libertad económica. Y en 1981 se estaba festejando eso.
Las cosas empezaron a ir mal el año siguiente. Las empresas chilenas se habían endeudado fuertemente a partir del plan de choque, con el dinero barato de mediados de los setenta; las privatizaciones habían inducido una espiral especulativa y la liberalización comercial había producido un déficit en la balanza de pagos: el aumento de tasas de interés hizo que muchas industrias se declarasen en quiebra. En los años siguientes se declararon en bancarrota 16 de las 50 instituciones financieras del país, el BHC y el Banco de Santiago pasaron a ser administrados por el Estado, y para 1983 se habían liquidado tres bancos y otros cinco habían sido nacionalizados.
Como casi todos los países periféricos, Chile tuvo que recurrir a préstamos del Banco Mundial y el FMI, que exigieron a cambio el compromiso de “normalizar” la propiedad de los bancos y acelerar la privatización de las empresas públicas que quedaban. A partir de 1983, con esa exigencia, el programa neoliberal cobró nuevo impulso: se privatizaron las industrias del azúcar, acero, química, energía, aviación y telecomunicaciones. Vendría después otro auge. Es decir, en términos generales, una evolución con ciclos similares a los del resto del mundo, de auges, caídas y nuevos ajustes.
El caso de Chile tiene especial importancia para la historia del neoliberalismo por varias razones. Porque fue el primer caso en que el programa se experimentó en regla, como política general. Porque se impuso a partir del libro de texto: según es fama, fue una reunión de 40 minutos de Friedman con Pinochet la que lo decidió finalmente. Y porque era una dictadura, llegada al poder mediante un golpe especialmente sangriento —es decir, que estaba en los límites de lo aceptable para la opinión internacional—. En ese sentido, la declaración de Hayek tiene importancia. Explica con claridad que no hay una particular afinidad entre las ideas neoliberales y la democracia. Pero que la elección no admite dudas.
En los textos del neoliberalismo es frecuente que se hable de democracia en sentido metafórico para referirse al mercado. La democracia política es otra cosa. La constitución de la libertad, según la expresión de Hayek, exige que se pongan límites a lo que puede decidirse democráticamente, porque es necesario dejar al mercado fuera de la política. Libertad es libertad económica, y es la base de todo. El resto puede arreglarse, no tiene tanta importancia.
Vuelvo a mi argumento. Los setenta fueron la década decisiva. Ahí inicia la transición cultural hacia el orden de la sociedad neoliberal. El detonador es la crisis económica, desde luego, pero contribuye también la inercia del ánimo contestatario de los sesenta, los nuevos patrones de consumo, la derrota cultural del modelo soviético y el activismo de las fundaciones neoliberales; en conjunto, todo ello produce lo que habría que llamar un “giro civilizatorio”, que daría origen finalmente a una nueva sociedad, intensamente individualista, privatista, insolidaria, más desigual y satisfecha, conforme con esa desigualdad.
Las manifestaciones varían de un país a otro, pero es claro que en todas partes se ha agotado el pacto social de la posguerra, que sostenía al Estado de bienestar, también el ánimo optimista de la descolonización. A partir de entonces se busca un nuevo modelo económico: se desconfía cada vez más de los sindicatos, de los políticos, de los servicios públicos; se normaliza el movimiento de dinero hacia los paraísos fiscales, comienza una desindustrialización general de Europa, y un descenso sostenido de los salarios promedio, cuyo máximo histórico se alcanza en casi todas partes en algún momento de los primeros setenta, y comienza un nuevo ciclo de concentración del ingreso, un incremento de la desigualdad.
Es imposible saber con seguridad por qué se impuso finalmente el modelo neoliberal, pero no faltan razones para explicarlo. Anoto unas cuantas, al hilo de la interpretación de David Marquand. En primer lugar, ofrecía una respuesta simple, clara, inequívoca, para todos los grandes problemas, que contrastaba con la confusión y la oscuridad de las explicaciones vigentes, y ofrecía además una explicación concreta y muy verosímil de los fracasos de los años sesenta y setenta. En segundo lugar, su veta populista resultaba especialmente atractiva en tiempos de crisis: contra la política, contra las negociaciones opacas, contra los intereses creados de corporaciones, profesiones, sindicatos, proponía la simplicidad cristalina del contrato, el mercado, la decisión de los consumidores.
Adicionalmente, el programa neoliberal prometía resolver el problema de ingobernabilidad imponiendo a todos la disciplina del mercado, para que cada quien obtuviese lo que se hubiera ganado. Por último, y no es poca cosa, el neoliberalismo tiene afinidades obvias con el nuevo “privatismo” de la época, derivado por una parte del individualismo de los sesenta, con su énfasis en la autenticidad, en la expresión individual y, por otra, de los nuevos patrones de consumo y de la importancia del consumo para la definición de la identidad.
Entre los éxitos más notables, en el plano propiamente ideológico, está la interpretación del significado de la crisis de los setenta, la que sería la versión dominante durante las décadas siguientes. La operación es muy sencilla, consiste en identificar en bloque la crisis con el Estado de bienestar, y con algo que se llama keynesianismo. Por supuesto, las políticas que se ensayaron en esos años fracasaron en el intento de reactivar la economía, reducir el desempleo y, por supuesto, la interpretación mecánica del nexo de la curva de Phillips quedó completamente desacreditada. Lo interesante es el salto lógico, a partir de ahí. Lo interesante es que el juicio se extiende al conjunto de las ideas de Keynes, y a otras similares, a la idea misma del Estado de bienestar (como indicio, en las universidades prácticamente desaparece la macroeconomía de tradición keynesiana y la versión neoclásica de la microeconomía acaba por identificarse con la disciplina misma).
En todas partes la crisis queda como advertencia de lo que no debe suceder de nuevo, de las políticas que no se deben repetir, porque tienen consecuencias catastróficas. En México suele resumirse la idea con la expresión “la docena trágica”, que comprende los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo (1970-1982), los últimos intentos del nacionalismo revolucionario. Sucede algo parecido en todo el mundo. No sólo las medidas keynesianas en sentido estricto, sino cualquier intento de política anticíclica, de ampliación de la demanda agregada, de generación de empleo, resulta inmediatamente sospechosa. La respuesta, en automático, es que eso “ya se probó”, y que ya se demostró que no funciona.
A partir de entonces cualquier propuesta de política siquiera mínimamente heterodoxa significa volver al pasado.
Imagino que el carácter ideológico de la interpretación no es difícil de ver. No sólo porque sea una explicación injusta, abusivamente reduccionista, tanto del keynesianismo como de la crisis. Sino sobre todo por el supuesto implícito de que nada ha cambiado fundamentalmente de entonces a ahora, porque el mercado es siempre la misma entidad, de funcionamiento inalterable. Bien: es claro que no. De hecho, ante el apremio de la crisis de 2008 los gobiernos más liberales recurrieron a políticas contracíclicas que no produjeron ninguna catástrofe. Pero esa historia es para contarla más adelante.