Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
07/08/2017
Los desvaríos de Nicolás Maduro lo describen a él mismo: bravucón y patán, paranoico y ridículo o, mejor dicho, sin sentido del ridículo. Encarrerado en la desmesura, el dictador venezolano canta y baila, impone peroratas inacabables, imagina que lo guía el espíritu de Chávez y se siente ungido por él. Lo escandaloso a estas alturas, para nosotros, no es cada nueva bravata de ese triste personaje, sino el eco, disminuido pero significativo, que encuentra en México.
Los seguidores mexicanos de Maduro son más o menos vergonzantes. Los excesos del régimen autoritario en Venezuela han sido ampliamente documentados por prácticamente todos los medios y, salvo para quienes se han colocado una obnubiladoras anteojeras ideológicas, resulta imposible ignorar los abusos que padece la sociedad en aquel país.
La economía venezolana está destrozada. No hay medicinas y cada vez escasean más los alimentos. En cuatro años el PIB per cápita ha caído al menos 40%; las exportaciones petroleras, también medidas por persona, disminuyeron 2,200 dólares entre 2012 y 2016; el ingreso nacional se ha reducido en 51%. Esos datos, publicados en project-syndicate.org, por Ricardo Hausmann, quien fue ministro de Planeación de Venezuela y ahora trabaja en la Universidad de Harvard, tienen una pavorosa traducción en la vida cotidiana.
Entre mayo de 2012 y 2017, siempre según la misma fuente, el salario mínimo en Venezuela —que allí es el ingreso promedio de los trabajadores— disminuyó un 75%. Si se comparan esos ingresos con su capacidad para adquirir las calorías más baratas que haya disponibles, resulta que hace cinco años, con un salario mínimo, se podían comprar casi 53 mil calorías, y hoy, apenas 7 mil. El 74% de los venezolanos ha perdido un promedio de 8.6 kilos de peso.
Ése es parte del contexto indispensable para entender la crisis en Venezuela. El despotismo de Maduro y sus secuaces ha implicado la ruptura de las normas constitucionales, la designación de una asamblea sin equidad electoral alguna, el encarcelamiento y en ocasiones el asesinato de opositores y, también, pobreza y hambre. Es imposible no compartir el diagnóstico del escritor venezolano Alberto Barrera Tyszka en El País: “ahora el chavismo es, en esencia, una corporación mafiosa a la que le faltan ideas y le sobran armas”.
Ante tal escenario, Maduro y su régimen son tan indefendibles que quienes les tienen admiración en México no tienen nada que elogiar. Lo que hacen es tratar de oponerse al reclamo para exigirle a Maduro que deje de maltratar a los venezolanos y buscan sabotear las posiciones del gobierno de México que han condenado la antidemocracia en aquella nación.
Los chavistas mexicanos tienen una cantinela inicial y pertinaz: no se vale cuestionar a la llamada revolución bolivariana, porque la situación en nuestro país no es mejor. De esa posición se deriva una más específica: el gobierno de México, dicen, no tiene autoridad para hacerle reclamos al de Venezuela, porque aquí también hay abusos en contra de los derechos humanos.
Ninguno de esos argumentos se sostiene. México, por fortuna para nosotros, no está peor que Venezuela. Ni los indicadores económicos ni la intensa competencia entre las fuerzas políticas se parece a la situación en aquella nación sudamericana. Aquí la crítica se ejerce en todas partes y todo el tiempo, los derechos humanos (contra los que hay abusos con los que no tenemos que condescender) son defendidos por instituciones del Estado y organizaciones sociales que actúan con absoluta libertad. Pero aunque tuviéramos problemas peores que los que hay en Venezuela, esa condición de ninguna manera nos inhabilitaría para evaluar los problemas de otros países y exigir respeto a la legalidad.
Cuestionar a Maduro y a cualquier otro gobierno extranjero no significa respaldar todas las decisiones del gobierno del presidente Peña Nieto. Los mexicanos tenemos abundantes y, por desgracia, persistentes motivos para discrepar de muchas de las decisiones de nuestro gobierno. Pero tales señalamientos no cancelan nuestra responsabilidad para defender a los pueblos de otras naciones y, también, para estar de acuerdo con medidas pertinentes de nuestro gobierno como las que ha tomado respecto de Venezuela.
Es curioso, pero además patético, que los llamados en México a cancelar los cuestionamientos a Maduro surjan de personas y organizaciones que algunos identifican con las izquierdas. Dirigentes y legisladores de Morena, algunos que forman parte del PRD y del Partido del Trabajo, así como comentaristas en la prensa, integran el frente chavista que desde un discurso, en apariencia progresista, en realidad apuesta por la indiferencia y el inmovilismo.
El gobierno mexicano, dicen, no tiene autoridad moral para cuestionar a Maduro. Pero se trata de un gobierno designado por la mayoría de quienes votaron en las elecciones y que ha mantenido el respeto a la legalidad, aunque a muchos no nos guste una buena cantidad de sus determinaciones. Cuando la Secretaría de Relaciones Exteriores participa en los esfuerzos internacionales para intentar que Venezuela vuelva a la democracia, nuestro gobierno reivindica las mejores costumbres de la política exterior mexicana.
No hay que intervenir, dicen los chavistas mexicanos, porque esas gestiones contravienen la Doctrina Estrada y colocan a nuestro país al servicio del imperialismo estadunidense. Eso tampoco es cierto. Los lineamientos que expidió en 1930 el entonces canciller Genaro Estrada cuestionan la costumbre de los gobiernos para calificar la legitimidad o ilegitimidad de otro régimen y sugieren que México simplemente debe mantener o retirar a sus embajadores o encargados de negocios de los países agobiados por crisis políticas. Se trata de una forma de expresar el aval o no del gobierno mexicano, pero no de una declaración de indiferencia ante los conflictos en otras naciones.
De hecho, ya con la Doctrina Estrada, las acciones más brillantes y en ocasiones heroicas de la diplomacia mexicana han ocurrido cuando nuestro país ha defendido los derechos humanos y la democracia en otras naciones. Tiene razón Joel Ortega Juárez cuando escribe en Milenio que quienes para defender al impresentable Maduro claman por la no intervención, “ignoran o simulan desconocer que la política exterior mexicana tuvo sus mejores momentos precisamente cuando tomó partido, cuando apoyó sin reservas a la República española, incluso enviando armas a su gobierno. Eso mismo ocurrió cuando liberó a Fidel Castro y sus compañeros que se preparaban para derrocar a la dictadura de Fulgencio Batista…”.
Si hubiera prevalecido una lectura rígida de la no intervención como plantean los defensores mexicanos de Maduro, nuestro país no habría gestionado durante los años 70 la salida de millares de perseguidos por las dictaduras militares en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil, entre otros sitios. (Por cierto, ahora unos cuantos de quienes fueron favorecidos por esa política y que se integraron a la vida mexicana hoy exigen que nuestro país no condene a la dictadura en Venezuela). México, de haber seguido esa egoísta interpretación, no habría auspiciado conversaciones para lograr la paz en países como Nicaragua y El Salvador.
Es una patraña, por lo demás, decir que los empeños internacionales por la democracia en Venezuela favorecen al gobierno de Estados Unidos. Esas gestiones son impulsadas por la mayor parte de los gobiernos democráticos en América Latina, por la Unión Europea y Canadá. Considerar que detrás de esa inquietud común está la Casa Blanca implica magnificar, con ignorancia, al gobierno de Donald Trump.
Los chavistas mexicanos están en contra de la solidaridad internacional, que es uno de los principios históricos de las izquierdas. Esos dirigentes y personajes avalan el desconocimiento de la legalidad y la represión contra el pueblo en Venezuela. La mayor parte de ellos no lo dice de manera expresa, pero su silencio los hace cómplices. Si tuvieran convicciones democráticas, condenarían los abusos del régimen de Nicolás Maduro.
Los dirigentes de Morena insisten en que los intereses de “la mafia en el poder” tratan de identificarlos con Maduro. Pero son ellos mismos, comenzando por Andrés Manuel López Obrador, quienes con su mutismo avalan al autoritarismo en Venezuela.
Más allá de la contienda política, las opiniones de quienes forman la red de chavistas activos o pasivos que hay en México tendrían que inquietar y suscitar una discusión articulada y en serio. Impugnar los abusos del chavismo implica respaldar al pueblo de Venezuela, pero, también, apostar por el país que queremos consolidar aquí en México.