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El debate público

Los esenciales

Ricardo Becerra

La Crónica

17/05/2020

En esta semana ocurrieron algo más que cambios –saltos- en la confinada vida gris de mi colonia. Don Alejandro ya no aguantó la suspensión de ingreso líquido y reabrió su puesto de periódicos. Aunque bien que sabe del riesgo. El bolero y el zapatero –ahora asociados- dejaron sus estáticos locales y salieron a tocar puertas y timbres para ofrecer, a domicilio, todos los servicios posibles con medidas de sana distancia y sanitización del calzado. En varios momentos, varias patrullas tuvieron que imponer el orden en tres puestos de tacos, quesadillas y guisados que regresaron a ofrecer sus económicos productos para sus pocos clientes que aún acuden al trabajo. Sobre Insurgentes, la cola de solicitud de empleo creció después de volverse discreta desde hace tres semanas. Y fui testigo de una ambulancia que, por estos rumbos, acudió a trasladar a un vecino, paciente Covid-19, joven, conocido.

De todos modos, la estática sigue siendo la nota esencial. Esa falta de vitalidad y muchedumbre que envuelve el ambiente en una capa densa y a veces, opresiva, cuánto más, si la miras desde un acalorado balcón. 

Y sin embargo hay algo que no cambia, que ha estado y sigue ahí, sin pandemia o con ella, pero ahora, acaso, más notorio: el trabajo de los esenciales. 

 No hablo de los doctores, las enfermeras, los camilleros, el personal de salud, los héroes indiscutibles del momento, para quienes no hay suficientes palabras de gratitud.

Hablo de la otra, dispersa multitud que sigue apareciendo desde las seis de la mañana con escobas, gorras, cajas, paquetes, uniformes y, ahora también, con cubrebocas puestos, como principal cambio de su indumentaria. 

Los veo: cargan y descargan alimentos, agua, enseres, todo lo que sostiene nuestra aparente normalidad, surtiendo tiendas, mercados, restaurantes. Los cadenciosos recolectores de basura que, sin mayor equipo de higiene y protección (ni siquiera guantes), con su sola tenacidad, evitan ese otro tipo de pestilencia: la que producen nuestros desperdicios y sus miasmas.

Los oficiales que abren, cierran y mantienen los supermercados abiertos para que los demás podamos transitar tranquilamente la siguiente semana de pandemia. Sus cajeros, extrañamente de buen humor. Los cajeros de los bancos cuya exposición al contagio es aún mayor, según los estudios del papel moneda realizados en China. Los cocineros que viajan muy temprano desde Tláhuac, Ecatepec, Nezahualcóyotl, para atender nuestra exigencia culinaria. Las tribus de los muchos ciclistas y caminantes, esclavos de las aplicaciones de servicio a domicilio. Repartidores de todo que se sientan a esperar nuestro siguiente pedido o nuestro siguiente capricho gourmet. Como ésta es una colonia que poblamos adultos y adultos mayores, abundan también las cuidadoras de ancianos. Y por supuesto, el personal de condominio y los conserjes que se exponen todo el día, allí abajo, en el lobby, para proteger y mantener inquilinos a buen recaudo, en las torres de cinco, siete o diez pisos.

Más allá de  mi vista, están los viejitos que limpian los alrededores de las instalaciones sanitarias (es un lugar de hospitales y laboratorios). O sea: los que procuran la higiene de quienes mantienen la higiene de las clínicas. La mera retaguardia. Los exasperados taxistas sin viajeros. Y las casi clandestinas filas de Uber, agazapadas, esperando el incierto próximo pasaje para completar el día.

¿Y que tienen en común todos ellos, tan variados, tan distintos en competencia, oficio y proveniencia? Pues que ganan el salario mínimo o cuando bien va, algún escalón arriba del salario mínimo. Pero son los que hacen que “esto” funcione. En medio de la peor crisis sanitaria de que se tenga memoria, rodeados del riesgo a su propia salud, rodeados por el miedo a los otros y a ellos mismos, estos trabajadores, simple y llanamente, están aquí para sacarnos a flote.  

Ellos están haciendo funcionar todo y eso significa nuestra sanidad y nuestro abasto, nuestra limpieza y nuestra seguridad. Es mucho, es lo mero básico sin lo cual no podríamos vivir. Conforman el entramado de nuestro sustento, pero nuestra economía es incapaz de garantizar el suyo.

Hay que decirlo una y otra vez, porque es un debate muy profundo acerca de lo que somos. Existen personas que nos ofrecen bienes sociales que están muy por encima de la lógica del mercado y el valor de su trabajo contiene un enorme significado social (y moral).

Existen deberes cívicos qué, modestos seres anónimos resuelven diaria, eficiente y tenazmente, y sin los cuales no podríamos vivir. Y son ellos quienes no ganan lo suficiente, para salir de pobres. Ganan el salario mínimo, ese, que a pesar de los últimos dos aumentos en 2018 y 2019 sigue siendo el cuarto más bajo de América Latina. 

¿Lo ven? Algo anda muy mal en nuestro arreglo, en nuestro contrato social y en la dimensión moral de nuestra convivencia. 

Cuando –rara vez- se presta atención a este asunto escucho ideas piadosas como introducir un bono de riesgo a los trabajadores esenciales durante la pandemia. Falso. Porque siempre, toda la vida, los más sencillos han sido y seguirán siendo esenciales. Y por todo lo que hacen por nosotros, les pagamos extremadamente mal.