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El debate público

Los justos

 

 

 

 

 

 

José Woldenberg

Reforma

28/09/2017

Hace 22 años, Antonio Muñoz Molina, en un texto publicado en El País, realizó un breve homenaje «a cuatro hombres que no se conocían entre sí» (un inspector de policía, un fiscal y dos médicos forenses), que habían logrado que un doble crimen perpetrado más de diez años antes no quedara impune. En un párrafo introductorio escribió: «Según cuenta Gershom Scholem -La cábala y su simbolismo-, los cabalistas consideraban que Dios estaba siempre a punto de destruir el mundo, espantado por los extremos de la maldad humana. Si no lo hacía, si no lo ha hecho aún, es porque en cada generación hay exactamente treinta y seis hombres y mujeres justos que la salvan en secreto, sin que nadie lo sepa, ni siquiera ellos mismos, que desde luego no se conocen entre sí ni llevan vidas de particular relieve. El heroísmo de los justos es tan sigiloso que apenas nadie lo advierte, pero su eficacia puede ser colosal, y la cadencia de sus actos puede establecer una frontera entre la humanidad y el infierno. Borges, en su poema (dice Muñoz Molina: «uno de aquellos poemas lapidarios que le dictaba a María Kodama en la oscuridad errante de sus últimos años»), enumera un censo breve de los justos: quien cultiva un jardín, quien juega tranquilamente con un amigo al ajedrez, quien lee junto a la persona amada el final de la Divina Comedia, quien acaricia a un animal dormido, quien compone escrupulosamente la tipografía de una página, quien agradece que existan la música y los libros de R. L. Stevenson, quien prefiere que los demás tengan razón». (Travesías. UNAM. Equilibrista. 2007).

En los últimos días hemos sido testigos de la multiplicación de los justos. No fueron treinta y seis sino una cifra difícil de establecer: los que asumieron que era su responsabilidad personal intentar rescatar a los sobrevivientes, atender a los damnificados, proporcionar refugio y comida a quienes carecían de ello. Sumaron legiones, y dejando a un lado mezquindades, pusieron en el centro de su preocupación el bienestar de los otros.

El rescatista que acudió a la cita, el médico que improvisó los primeros auxilios, la señora que preparó con cuidado y esmero alimentos, el viejo que con sus menguadas fuerzas cargó paquetes, el ferretero que entregó herramientas en forma gratuita, el soldado que lloró al encontrar sin vida a una madre y su hija, la niña que en medio del desorden pudo concentrarse para escribir un mensaje de aliento a la persona anónima que recibiría un pequeño paquete de ayuda, los brigadistas internacionales que se sumaron al esfuerzo, los traductores y traductoras que los auxiliaron, el vecino que recibió en su casa al que había quedado sin hogar, la que en los albergues contaba cuentos a los niños, el marino exhausto al que no le importó alargar al máximo la jornada de trabajo, el policía que intentó ofrecer fluidez al tráfico desquiciado, la reportera que con objetividad informó condolida lo que pasaba en los más remotos parajes, el que levantó el puño para solicitar silencio porque quizá se podría detectar un sonido que anunciara la posibilidad de vida entre los escombros, el que entregó dinero para la reconstrucción, la que donó alimentos, el que calladamente realiza los dictámenes del estado de los edificios, el funcionario que no ha dormido coordinando la atención a las múltiples necesidades, el que acaricia al perro que podrá ofrecer la pista para salvar a quien está oculto entre toneladas de cascajo, el deportista o actor que envía un mensaje de aliento, la estudiante que por primera vez se organiza con sus compañeros para atender las urgencias de desconocidos. (También hubo miserables que, a sabiendas, esparcieron rumores o pensaron que el momento era propicio para robar o quisieron ajustar cuentas políticas. Pero esos no importan…por ahora).

Esos miles de personas, hombres y mujeres, viejos y niños, funcionarios públicos y vecinos, con sus cascos, cubre bocas, camisas arremangadas, envueltos de polvo y sudor, trabajando en los edificios derruidos, haciendo largas filas para agilizar el acopio de medicinas o alimentos, transportando personas o utensilios, ofreciendo sus brazos y con ello consuelo, construyeron un dique no solo para separar a la vida de la muerte, la esperanza del desaliento, sino la decencia y la solidaridad del desamparo.