Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
16/05/2016
Desilusión, escepticismo, desesperanza… desde todos los flancos a la sociedad mexicana se le adjudica un estado de ánimo irritado y desencantado. Casi no hay analista del escenario político que no comparta esas caracterizaciones. Los ciudadanos, se asegura, están disgustados. El humor público es de indignación, se añade. Pero vale la pena preguntarnos si ésa es la situación que define a la sociedad o la que numerosos comentaristas encuentran en su entorno inmediato y entre ellos mismos.
Algo hay de cierto en tales diagnósticos. En la sociedad se manifiesta una desconfianza respecto de los asuntos públicos y cierta contrariedad a propósito de la situación del país que no se había conocido en épocas anteriores. Nos encontramos, al menos, ante tres formas de polarización política.
Por una parte, los partidos han decidido buscar simpatías a partir de suscitar antipatías, es decir, apostando a la descalificación de sus rivales. En segundo lugar, las instituciones políticas, incluyendo a los partidos, reaccionan con recelo ante los cuestionamientos de la sociedad; en vez de reconocerse en ella y reencontrarla, se comportan como si allí estuvieran sus adversarios. En tercer término los medios de comunicación subrayan abusos y errores de los políticos, pero además se refocilan en tales defectos de tal suerte que, además de develarlos, contribuyen a magnificarlos.
Los ciudadanos asisten con más pasmo que enfado a esa exhibición de vituperios y podredumbre. Los comentaristas registran el rechazo activo que ciertamente existe en segmentos importantes de la sociedad, pero soslayan la indiferencia respecto de los asuntos públicos que se mantiene en otros sectores y condimentan esa ensalada con sus propias suspicacias. El resultado, en muchos casos, es un diagnóstico del estado de ánimo público que incurre en dos exageraciones.
Una de ellas consiste en que se muestra a la sociedad como si fuera monolítica, dejando a un lado su creciente e irreversible complejidad. Además, esas generalizaciones sugieren que el mal humor de la sociedad es muy reciente; olvidan que llevamos al menos tres lustros con índices altos de contrariedad acerca de los asuntos públicos.
En los diagnósticos que subrayan ese malestar es frecuente que se recuerde la encuesta del Latinobarómetro, la empresa establecida en Chile que cada año mide la cultura política en la región. En la medición más reciente, en 2015, a la pregunta “¿Diría Ud. que está Muy satisfecho, Más bien satisfecho, No muy satisfecho o Nada satisfecho con el funcionamiento de la democracia en (el país)?”, en Uruguay el 70% respondió que está muy o más bien satisfecho, en Ecuador 60%, en Chile 43% y en Brasil 21%. La respuesta de los mexicanos apenas llegó al 19%, la cifra más baja de la región donde hay un promedio de 37%.
Hay que tomar en cuenta qué ha significado la democracia en cada contexto nacional en las décadas recientes. En países con regímenes abiertamente autoritarios o incluso militares, la democracia implicó transformaciones políticas, pero que fueron de la mano con cambios culturales, como ha sucedido en transiciones políticas en todo el mundo. En México, la novedad más notoria que implicó la democracia fue la llegada a la presidencia de un partido distinto del que nos había gobernado durante casi todo el siglo XX. Las transformaciones en otros terrenos fueron escasas. Al mismo tiempo se desplegó un discurso voluntarista, que compartieron tanto el gobierno como distintos segmentos de las oposiciones, que asignaba a la democracia electoral capacidades que no podía tener. Esa desmedida ilusión terminó por desacreditar, o al menos por no acreditar, en sus justas dimensiones las posibilidades de la democracia.
A la misma pregunta sobre la satisfacción con la democracia 20 años antes, en 1995, respondió favorablemente el 22.3% de los encuestados en México. En 1997, el 44.6%. Sin embargo, ese entusiasmo cayó al año siguiente: 21.1%. En 2000 fue 36.5%. Para 2003 había descendido al 18.1%. En 2006, año de intensa competencia electoral, fue de 41.3%. Pero en 2011 la satisfacción con la democracia llegó apenas a 22.6%. En el reciente 2015, como hemos anotado, fue de 18.7%.
Los encuestados más jóvenes, de entre 16 y 25 años, dieron a esa pregunta una respuesta afirmativa más numerosa, del 25%. El respaldo social a la democracia varía de acuerdo con diversas circunstancias, pero está lejos de experimentar un comportamiento lineal.
Ésta no es la democracia que queríamos. Pero no por eso abjuramos de ella. El mismo Latinobarómetro, cuando pregunta si los entrevistados están de acuerdo en que la democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno, registra en México una respuesta afirmativa de 60%. Son más altos el 89% uruguayo, el 85% venezolano y el 84% argentino, entre otros resultados nacionales. Ojalá fueran más, pero en contraste con el desánimo que se le diagnostica tan frecuentemente, no es despreciable la identificación con la democracia de 6 de cada 10 mexicanos.
A esa pregunta sobre la democracia como sistema preferible, en 2003 respondió afirmativamente el 71% de los encuestados en México; en 2004 el 79% y en 2006, 68%. En 2009 esa inclinación retrocedió al 62%, en 2011 era de 54.5%, hacia 2012 ascendió a 65.7% y el año pasado, 2015, fue de 59.7%
En 2015 en México, esa pregunta de Latinobarómetro sobre la democracia preferible como sistema de gobierno tuvo respuestas superiores al 60% entre encuestados de todas las edades, excepto entre los más viejos. Solamente el 47% de los entrevistados mayores de 60 años respaldaron esa afirmación. Allí se encuentra el núcleo duro de los escépticos.
Otros estudios corroboran la heterogeneidad del estado de ánimo de nuestra sociedad. La encuesta nacional de GEA-ISA levantada en marzo de 2016 encontró que el 50% de los mexicanos dice estar insatisfecho con la democracia y solamente el 38% manifestó encontrarse satisfecho. Se trata de una inconformidad muy alta, pero si se le mira en perspectiva se puede reconocer que allí hubo una mejoría.
En junio de 2013 los insatisfechos con la democracia mexicana de acuerdo con las encuestas de GEA-ISA eran el 64%, ascendieron al 66% en diciembre de ese año y al 67% en mayo de 2015 hasta llegar al 50% más reciente. La satisfacción con la democracia fue expresada por el 39% en marzo de 2013, cayó al 26% en mayo de 2015 y ahora se ubica en el ya mencionado 38%.
También en marzo pasado la empresa Buendía y Laredo preguntó a sus encuestados si consideran que el país “va por muy buen camino, por buen camino, por mal camino o por muy mal camino”. El 56% de los entrevistados estimó que el rumbo es malo o muy malo. Sin embargo, ésa no ha sido la apreciación pesimista más alta. En agosto de 2015 eran 63% quienes consideraban que el país va mal. Los mexicanos que opinaron que el país marcha bien eran 44% en febrero de 2013 y ahora únicamente el 23%.
Así que ni todos comparten el desaliento que encuentran los comentaristas críticos, pero tampoco tenemos una sociedad dispuesta a marchar al unísono con el optimismo impostado de los discursos del poder político. El desaliento es real, pero experimenta matices que el análisis crítico tendría que reconocer en vez de, como tan frecuentemente ocurre, adjudicárselo a todos porque los diagnósticos altisonantes tienen más éxito que el señalamiento de la diversidad que tenemos en la vida pública mexicana. El tema da para más, porque en diversas encuestas recientes se le toma el pulso a una sociedad cuyas opiniones por lo general sólo se conocen en las urnas.
Entre los ánimos (en plural) que hay en la sociedad y el diagnóstico preponderante en la prensa y otros medios por lo general se mantiene una disociación que es preciso tomar en cuenta. El afán propagandista del gobierno que a toda costa (a cualquier co$to, para ser claros) se empeña en mostrar un México idílico y seráfico que no tiene nada que ver con el que viven los ciudadanos, desde luego influye en las apreciaciones del análisis crítico que busca ofrecer flancos de la realidad que no reconoce el poder político. Pero al entramparse en la apreciación catastrofista del ánimo de la sociedad la opinión publicada no expresa necesariamente, pero tampoco entiende, a la opinión pública.