Ricardo Becerra
La Crónica
28/10/2018
Lo bíblico no sólo es sinónimo de lo sagrado, de lo conectado con su dios o de historias antiquísimas. Una página católica me informa que bíblico también es sinónimo de lo descomunal, de los magnos eventos y hechos que cambian la vida de muchos para siempre porque “El amor y la ira del Señor no tienen proporción, son infinitos y duran mucho tiempo” (Romanos 8:1), http://diccionario.sensagent.com/castigo%20bíblico/es-es/.
Si lo pensamos bien, y recogemos los datos de aquí y de allá, resulta que las dos primeras décadas del siglo XXI han consolidado procesos así —de proporciones bíblicas— especialmente en materia demográfica:
Cada año de los últimos 17, nacieron 137 millones 240 mil personas, el equivalente a toda la gente que había en la Tierra al comenzar el siglo XIX. Todo esto resulta ya inconcebible pero fíjense en otra pasmosa cifra: en una sola década un solo país, trajo al mundo ¡140 millones de personas! De ese modo, la India ha alcanzado ya la población de China y así, en las dos grandes naciones, habita ya cerca del 40 por ciento de la humanidad.
Al comenzar este siglo, Paul Ehrlich (biólogo de poblaciones de Stanford) realizó un cuidadoso cálculo: asumiendo que todo el mundo viviría como un mexicano de la Portales y suponiendo que mejora permanentemente la tecnología sustentable, el planeta puede soportar a 2 mil millones de seres humanos. Esto quiere decir que hemos sobrepasado ya, casi 4 veces al aguante ecológico de la tierra pues ya somos 7 mil 520 millones, hasta este año (véase https://www.census.gov/popclock/).
Si las hipótesis de Ehrlich no son demasiado arbitrarias, el mundo tuvo en el lejano 1934, la población que expresaba el equilibrio de su modelo. Desde entonces “la humanidad dejó de ser compatible con el planeta” y su nivel de interacción con su propia especie “dejó de ser la de un mamífero, para acercarse a la de los insectos”. ¿Qué quiere decir? Que las millones de personas apiñadas y amontonadas unas encima de otras en gigantescos centros urbanos configura un fenómeno de interacción y “comunicación” no experimentado antes por ningún animal de nuestro tamaño.
Recuerden: hace 200 años, un terrícola humano común habría conocido entre 200 y 300 personas en toda su vida. Hoy, un habitante de Nueva York puede vivir y trabajar entre 220 mil personas en un radio de 10 minutos de su casa u oficina en el centro de Manhattan. Lo mismo cabe decir de Londres, México o Shangái.
Antes del siglo XIX, en toda la historia sólo la Roma antigua contaba con una población de más de un millón de habitantes. Londres se convirtió en la primera ciudad moderna con una población así, en 1820. En la actualidad, más de 500 ciudades poseen una población de un millón de habitantes o más y no se atisba cuándo acabará esta tendencia. ¿Y adónde nos lleva todo esto? Tan sólo intenten imaginar mil ciudades de casi un millón de habitantes o más en el año 2040.
Algo muy maltusiano y muy poco estético, pero para los estándares de los entomólogos, por nuestro número, por el apiñamiento de nuestras poblaciones y por las formas de comunicación interindividuo ya somos más parecidos a los insectos que a cualquier especie de mamíferos (salvo claro, a nuestras inseparables ratas).
En el mismo sitio de internet, hay un vínculo con un diccionario bíblico y allí se enumeran las muchas plagas —los castigos de Dios— que propinó por igual contra egipcios, israelitas, filisteos y otros tantos pueblos domeñados por las frecuentes muinas de Dios, como en el Éxodo (10:4.) Pero lo que las alucinadas escrituras no pudieron ni imaginar, es que cuatro o tres mil años después, el castigo no consistiría en enviar ejércitos de ortópteros patones (langostas, pues), sino metamorfosear a los propios hombres en otra otra especie —literalmente, bichos urbanos— como lo supo por primera vez y desde su propia cama, el bueno de Gregorio Samsa.