Mauricio Merino
El Universal
27/07/2016
Algo muy irregular tiene que estar sucediendo cuando el Estado le pide protección al Estado: los alcaldes del país no sólo se sienten amenazados por el crimen organizado sino que están indefensos. Según la Asociación de Autoridades Locales de México, 82 presidentes municipales han sido asesinados desde el año 2006 a la fecha y, aunque la versión habitual tiende a culpar a las víctimas por sus vínculos con los victimarios, lo cierto es que quienes deben proteger a los ciudadanos se declaran desprotegidos.
Desde hace años se han venido repitiendo las voces que han advertido sobre la degradación de las capacidades de las autoridades municipales y hace ya más de una década al menos desde 2006 que el propio gobierno de la República comenzó a considerar las debilidades municipales como una de las causas de la espiral de violencia que ha estado viviendo el país. Sin embargo, nadie hasta ahora se ha planteado en serio revisar el modelo de gobierno local que tenemos.
Por supuesto que los gobiernos municipales no pueden combatir al crimen organizado. Ni siquiera las administraciones públicas de las capitales cuentan con todos los medios para librar esa batalla por sí mismas. No sólo porque carecen de la fuerza pública suficiente para enfrentar a los ejércitos de los criminales, sino porque tampoco cuentan con los blindajes indispensables para oponerse a la captura y la corrupción de los puestos públicos. Aunque la evidencia salta a la vista, seguimos sin observar que el problema de origen no está en la violencia, sino en la obstinación de mantener un modelo de gobierno municipal completamente agotado.
Cuando le pedimos a los gobiernos municipales que contribuyan a resolver los problemas que enfrenta el país en el siglo XXI, en realidad le estamos pidiendo peras al olmo. Hace mucho que los municipios mexicanos dejaron de ser parte de las soluciones, porque su diseño institucional ya no corresponde a las circunstancias actuales. Aquel modelo romántico de los pequeños pueblos que se gobernaban a sí mismos, como una escuela de la democracia donde los vecinos participaban en asambleas para deliberar y resolver sus problemas públicos, gestionando los escasos recursos con tanta inteligencia como devoción, no existe ya sino en los libros de texto.
Ni siquiera en las decenas de miles de pequeñas comunidades que siguen configurando el ámbito rural del país es válida aquella imagen romántica, pues la gente que los habita sobrevive en condiciones de extrema pobreza y sus posibilidades de salir adelante con medios propios son prácticamente nulas. El diseño municipal que sigue vigente no sirve para enfrentar las dificultades de las grandes aglomeraciones urbanas ni tampoco para paliar las desgracias de los pueblos más pobres. Pero sí sirve, en cambio, para seguir haciendo clientelas políticas, para armar buenos negocios y para cubrir con el manto de la autoridad pública decisiones preñadas de corrupción.
Por supuesto que tienen razón los alcaldes que piden protección al Estado, ante la arremetida violenta del crimen organizado. Pero lo que está fallando desde hace lustros es la concepción misma del gobierno municipal. Habrá que enviar refuerzos armados a los municipios que están siendo víctimas de la espiral de violencia, pero si seguimos cerrando los ojos ante la inminente realidad de un diseño municipal que ya no le sirve más que a los poderosos y a los violentos como botín de guerra, la causa principal de esa amenaza seguirá creciendo día a día.
Como tantas otras causas de la violencia, la ofensiva que están padeciendo los presidentes municipales no se resolverá a balazos. Lo que está urgiendo es cerrar la fuente de los negocios que propician esa violencia: volver a pensar a los municipios, con la mirada puesta en el siglo XXI.