Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
21/12/2020
La normalidad que conocíamos quedó devastada por el virus. Nuestras costumbres para socializar, las maneras de trabajar, vender y comprar, enseñar y aprender, entretenernos e informarnos, entre tantas otras cosas, nunca serán como antes. Después de las vacunas, cuando sea que lleguen, seguiremos viviendo con aprensión. Tenemos y tendremos miedo a nuevas infecciones, a las secuelas del Covid-19, a la caducidad o no de las propias vacunas.
En Londres se ha descubierto una variante del virus que posiblemente disminuya el efecto de las vacunas. En Sudáfrica hay otra mutación que al parecer se propaga con más rapidez. No son motivos de pánico, pero sí para intensificar la responsabilidad. Dependemos como nunca de las capacidades de la ciencia para diagnosticar, comprender y resolver esas cambiantes amenazas de la naturaleza. Confiamos más que antes en la ciencia—aunque no todas las personas ni todos los gobiernos son consecuentes con esa centralidad indispensable que adquieren la investigación y la autoridad del conocimiento científico— porque esos desafíos son de vida o muerte.
Tenemos, siempre, temores y esperanzas. Pero unos y otras son más ostensibles en circunstancias arduas como las que impone la pandemia. Nuestros miedos se alimentan hoy de las cifras de víctimas, los datos de hospitales saturados, las novedades epidemiológicas. Pero también crecen, entremezclados con estupor e irritación, cuando vemos escenas de multitudes en calles y plazas, o cuando hay gobernantes que a estas alturas de la tragedia siguen sin usar cubrebocas.
Los motivos de temor y desazón se propagan en Twitter e Instagram. La instantaneidad y frivolidad de las redes sociodigitales nos hacen con-ciudadanos. Allí nos enteramos del viacrucis que es encontrar atención médica, la escasez de tanques de oxígeno, la indignante estupidez de los que acuden (¡sin cubrebocas!) a discotecas y antros clandestinos. En esas redes hay quienes evaden la realidad como el insensible personaje que dice emocionarse cuando, desde la ventanilla del avión, pasa frente al Pico de Orizaba. Ese día, el viernes 18, las cifras oficiales registraron 762 muertes más debido al Covid-19. En crisis como esta, resulta más evidente y costoso lo que hacen y dejan de hacer quienes tienen responsabilidades públicas.
A la tontería de los necios que salen a la calle sin cubrebocas y que desdeñan la gravedad de la pandemia se añade la negligencia y soberbia de gobernantes que no tomaron decisiones a tiempo. A estas alturas son mayoría quienes han decidido cuidarse y cuidar a los suyos a pesar de las insuficientes recomendaciones de la autoridad. Contra el ánimo responsable y solidario de esa mayoría, se mantiene la imprudencia que puede catapultar la expansión del virus especialmente en estos días de fiestas.
La sinrazón de algunos intensifica los temores de otros. Junto con el miedo, sabemos que la vida sigue. La humanidad nunca ha detenido su marcha a causa los virus, con todo y las terribles mortandades que han ocasionado. Mirar hacia el pasado permite relativizar el tamaño de la tragedia actual. Pero recordar que la influenza española mató a más de 50 millones de personas en 1918 de ninguna manera atenúa la desolación de estos días. En cambio hay una razonada dosis de confianza en el trabajo de la ciencia que, como tanto se ha repetido, en pocos meses ha hecho el trabajo que antes demoraba una década para tener lista no una sino varias vacunas contra el coronavirus.
Se puede decir, con todo y la simplificación que implica, que en el mundo se presentan dos grandes campos en la respuesta ante la pandemia. Uno de ellos es el polo de la ciencia, la racionalidad y las decisiones que intentan ser congruentes con ellas: pruebas, cubrebocas, recursos extraordinarios para facilitar el confinamiento, investigación médica, respaldo al personal de salud, información constante y cierta. El otro campo es el del voluntarismo, la improvisación y la superstición; en él coinciden quienes negaron o quisieron disimular la importancia de la pandemia, aquellos que regatean respaldos o reconocimientos al desarrollo científico.
El polo de la ciencia se identifica con la democracia. El campo de la ignorancia y la incompetencia tiende al autoritarismo. Se trata de una descripción esquemática pero que tiene claras representaciones simbólicas. Quienes en el mundo han apostado a la ciencia y sus diagnósticos, usan cubrebocas. Aquellos que quisieron negar la realidad de la epidemia se han rehusado al cubrebocas o se lo ponen a regañadientes.
A pesar de los necios y los irresponsables, afianzados en los motivos fundados para saber que esta pesadilla pasará, que tengan ustedes una feliz navidad.
ALACENA. Libros para terminar el año
A veces esta columna ofrece recomendaciones bibliográficas para leer o regalar en navidades. Cuando no ocurre así, algunos amigos me preguntan que he leído en el año. En esta temporada estoy leyendo, o espero haber leído, los siguientes libros. Los menciono tal y como los tengo delante mío, en el escritorio.
La otra aventura de Rafael Pérez Gay, Bibiana Camacho, Mauricio García y Alonso Pérez Gay J. Algunos de los guiones del programa de televisión de ese nombre, que conduce Rafael Pérez Gay, sirven como eje para este libro tan pródigo en texto como en imágenes, de cuidada factura y entretenidísimo. Aquí se congregan autores, historias y fotografías que se puede leer en varias rutas. Un libro para revisitar una y otra vez. (Cal y arena, 2020, 404 pp.)
Como polvo en el viento, de Leonardo Padura. A pesar de su recurrencia melodramática, se trata de una gran novela sobre el exilio, la añoranza y por encima de todo la decepción y la amargura ante los fracasos de la llamada revolución cubana. Padura, en el que es sin duda uno de sus mejores libros, narra las biografías de un grupo de jóvenes que, de los privilegios, pasaron a las penurias en los últimos años del siglo XX y que más tarde hacen o reinventan sus vidas desde el exilio o a pesar de él. (Tusquets, 2020, 670 pp.)
A propósito de nada. Autobiografía, de Woody Allen. Tomo al azar un párrafo para constatar que, en este recuento de su propia vida, el creador de “Annie Hall” mantiene la autoparódica ironía de sus películas: “Peter O’Toole era un hombre agradable que me compró un regalo para conmemorar el primer día de rodaje, un suéter irlandés que todavía conservo. Me explicó que todos los suéteres de esa clase tenían dibujos diferentes, de modo que si el que lo llevaba se ahogaba en el mar, gracias al dibujo podrían reconocer quién era aquel cuerpo hinchado y desfigurado. A partir de ese momento me quedé tranquilo, sabiendo que si caía en el Sena y recuperaban mi cadáver, mi madre podría identificarme y cancelar mis suscripciones a revistas”. El relato de su crisis con Mía Farrow es menos divertido pero resulta bastante verosímil. (Alianza Editorial, 2020, 440 pp.)
Plagio. Una novela, de Héctor Aguilar Camín. La eficacia narrativa que se le conoce a Aguilar Camín favorece a este relato contundente y breve. La historia de un escritor célebre acusado de recurrentes plagios es una mirada a intrigas y envidias del microcosmos cultural, una narración de desamores y un texto de trama policiaca. La tentación de identificarla con sucesos reales es atajada por el subtítulo que recuerda que, pese a todas las similitudes con la realidad, estamos ante una novela. (Random House, 2020, 134 pp.)
Línea de fuego, de Arturo Pérez Reverte. Después de entretenerse en novelas breves (Los perros duros no bailan, Sidi) y en la serie del espía Lorenzo Falcó, esta novela sobre la guerra civil española es una deuda que Pérez Reverte tenía consigo mismo. La batalla del Ebro, la más encarnizada de la guerra española, es contada desde variados puntos de vista. “No tenía previsto una novela tan larga, y calculaba acabarla en la Navidad del 2021, pero como por la pandemia he estado sin viajar dispuse de mucho tiempo, diez meses me han cundido como dos años”, ha dicho ese autor. (Alfaguara, 2020, 684 pp.)
Registro. Mapa e inventario de uno mismo, de Federico Reyes Heroles. Aprender a mirar y a escuchar, a convivir con nuestras propias obsesiones y flaquezas, son privilegios que dan los años —o al menos, eso esperamos—. Reyes Heroles hace un catálogo razonado, pero también emocionado, de circunstancias, recuerdos, costumbres y anhelos de “plenitudes” que ofrece para conversar con el lector. Se trata de “tomar un respiro para asumir lo que venga, el tiempo que me quede, con las mejores herramientas de vida de que dispongo” (Alfaguara, 2020, 216 pp.)