José Woldenberg
Reforma
24/05/2018
Quien guste del deporte profesional, ya sea en los estadios o por la televisión, sabe bien que además del espectáculo que proporciona el juego, invariablemente existe un entretenimiento extra: los porristas. Encargados de animar al respetable, de inyectar color a la fiesta, de acompañar con sus gritos, y en ocasiones piruetas, las hazañas de los atletas, son la sal y la pimienta diría un chef o la fauna de acompañamiento según un biólogo.
No es una tarea menor. Y la llevan a cabo tanto espontáneos como profesionales. En ocasiones la faena la realiza una sola persona (como las botargas en el béisbol) o grupos que ensayan sus rutinas (las bellas del futbol americano). Su misión es alimentar el entusiasmo, inyectar “ambiente”. Sus porras, movimientos, arengas, sirven para crear un sentido de pertenencia, generar cohesión entre los aficionados. El ruido y el reventón son el aura que envuelve a la disputa.
Y así como son un refugio para “los suyos”, un espacio para expresar sus preferencias, sus filias y fobias, resultan amenazantes para los aficionados de los equipos contrarios. Desde los hooligans británicos hasta algunas de las porras de los equipos mexicanos de futbol se transforman en colectivos de caza en busca de enemigos. Para los incluidos, juerga y relajo; para los que se encuentran fuera del grupo, asechanza y por qué no, agresión.
Como en (casi) toda actividad hay jefes y coro. Los primeros llevan la batuta, son capaces de conducir a miles, premian y castigan y ejercen un liderazgo que les da poder, visibilidad, y con ello, satisfacción. Los segundos, siempre los más, son el multiplicador entusiasta e inercial de las consignas, las proclamas, los alaridos.
Por supuesto entre los porristas existen calidades. Los hay afinados y desafinados, ocurrentes y groseros, cordiales y belicosos, pero todos coinciden en una sobre valoración de su equipo y en la convicción granítica de que sus adversarios deben ser vencidos. Ese es, según ellos, el único destino posible y deseable. Hay porristas fanáticos que ríen y lloran, sufren y se alegran, según le va a su equipo. Ellos y sus atletas son uno y lo mismo y el orgullo e incluso la autoestima depende del marcador final. Se les ve plenos y luminosos si sus colores triunfan, pero se vuelven malhumorados y hasta tétricos si la fortuna no los acompaña. También existen los porristas pagados (profesionales) que hacen su trabajo a cambio de una remuneración. Ellos saben que se trata de una chamba, de un ingreso, y por ello su pasión es más bien fría, impostada, aunque no necesariamente menos efectiva.
Para los auténticos porristas lo importante es sentirse ligados emocionalmente a lo que se juega en la duela, la cancha, el terreno, el diamante. Sin ese lazo afectivo la disputa carece de la tensión dramática necesaria para generar el arco iris de trastornos que produce el deporte profesional. Hay incluso porristas que le dan la espalda al juego, porque lo que les interesa por sobre todo son las reacciones de su banda. Gozan con lo que sucede en la tribuna y sienten que la dirigen (Vaya usted un día a Ciudad Universitaria).
Por supuesto ellos, los porristas, no ganan ni pierden las contiendas, pero son el espejo necesario para que lo que sucede en la cancha tenga una repercusión más allá. Son el multiplicador de las pasiones, el juez de los deportistas (sus gritos premian y castigan, encumbran e injurian), el potente eco que rebasa el estrecho espacio de los estadios.
A la mitad de la contienda sería muy falto de tacto, una auténtica imprudencia, tratar de conversar con ellos si uno le va al equipo contrario. Su estado anímico lo impide. Hay un cierto grado de enajenación y suelen estar ciegos ante las faltas de su equipo, pero, eso sí, ven moros con tranchetes en las jugadas, y sobre todo en las intenciones, de los adversarios.
Durante los procesos electorales, en las redes sociales, los circuitos académicos, los medios de comunicación, pero también en las mesas de los hogares, los centros de trabajo y hasta los salones de clase, no pueden faltar los porristas. Le ponen, sin duda, sabor al caldo, pero no estaría mal, como proponía aquel anuncio de cerveza: “moderación”. Una solicitud improcedente porque ser porrista y moderado suele ser una contradicción en sus términos.