Rolando Cordera Campos
El Financiero
08/11/2018
Nos acercamos a la hora señalada por la Constitución Política para enterarnos de las prelaciones asumidas por el gobierno federal. Se supone que en el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación, el Ejecutivo federal da cuenta de sus prioridades al destinar el uso de dinero público para impulsar planes y proyectos, pero también de sus proyecciones sobre el probable desempeño de la economía.
Por ello, se trata de un documento clave para tratar de entender lo que piensan los gobernantes y la forma en que interpretan, o entienden según se quiera, las necesidades de la población. Su elaboración da cuenta, así debería ser, de un proceso de diálogo político, aunque, a partir de su presentación en la Cámara de Diputados, pasa por el escrutinio técnico, de financieros e ingenieros diestros en la formulación y evaluación de proyectos, que opinarán sobre la viabilidad de las propuestas, lo adecuado de su duración, los beneficios que realmente pueden recibir las comunidades, etcétera.
Por ello, se trata de un episodio crucial del rito republicano y una prueba permanente sobre la calidad del sistema político y de la democracia como forma de gobierno. No es, nunca lo ha sido, una ceremonia cargada de sumas y restas, sino de definiciones importantes, algunas de ellas fundamentales, para la marcha de los países y no sólo en lo tocante a la economía o las finanzas.
El Presupuesto debería ser un espacio privilegiado para la presentación y confrontación de las visiones políticas y sociales de las comunidades. Un componente fundamental del compromiso de los partidos y otras fuerzas sociales con la gestión del Estado y la protección de la comunidad. Pero no siempre lo ha sido porque se ha impuesto una sola visión sobre lo que hay que hacer con los recursos en manos del Estado.
La primera derivada de este aserto es que esos recursos, traducidos en gastos, deben servir para el bien común o, diría Adam Smith, para la riqueza del reino. Y esto implica una deliberación colectiva y abierta, transparente e informada.
Para empezar, tendría que dilucidarse si los montos previstos para los fines son los convenientes. Luego, si su composición o destino, son los que el momento de la sociedad reclama. Y, en tercer término, si su ubicación en el territorio es la requerida para que la población en su conjunto se beneficie de un modo más o menos equitativo.
Una vez hecho un ejercicio de este tipo, los representantes populares, incluidos los senadores, junto con los responsables de la Secretaría de Hacienda, tendrán que abocarse a determinar las formas más idóneas de financiar los gastos, buscando responder a exigencias de equidad y eficiencia. De eso tendrían que hablar los responsables de esta ponencia central y buscar explicar a los mandatarios las restricciones y opciones que se tienen que poner en juego para no malograr sus planes iniciales, siempre preliminares. Aunque, hay que decir que el ejercicio no concluye porque se trata de un proceso continuo que debe ir de la mano con el resto de los intercambios políticos, sobre todo cuando se presume de ser democráticos.
Los encargados de las finanzas públicas tienen hoy una doble tarea: explicar por qué la economía no ha podido crecer lo necesario desde la perspectiva de las carencias y necesidades sociales; y, por qué esta insuficiencia, convertida en auténtica trampa, no ha podido ser superada por la acción preventiva y compensatoria del Estado. En particular, por qué no se ha reconocido la penuria fiscal que aqueja al Estado desde hace mucho tiempo, con las graves implicaciones que esta “omisión” ha tenido sobre la calidad de la vida de la población, en particular sobre los grupos más débiles y vulnerables que conforman la mayoría.
Asumir la verdad de nuestras finanzas, sin recurrir a placebos y autoengaños, debería ser el punto de partida de una nueva finanza pública. Tarea obligada de un gobierno que se quiere transformador. Y justiciero.