Ricardo Becerra
La Crónica
03/10/2023
Ha llegado la noticia: en Nueva York está a punto de iniciar la cátedra Christopher Eric Hitchens, una iniciativa a favor del debate como método de conocimiento, la dialéctica, la confrontación ilustrada de las ideas.
Y claro, si alguien personifica la adicción por el debate (como por el cigarro y el wiskey) en Hitchens. Pero no de cualquier debate, sino de un tipo extremo, frontal, de esos cada vez más raros, que obligan al público a tomar partido, drásticamente, colocando las tesis y posturas en tal punto que les permita exponer sin matices su jugo más esencial.
Algo muy políticamente incorrecto, por supuesto. “Radical es una palabra útil y honrosa –en muchos sentidos es mi preferida- y su uso recurrente vierte sobre las cabezas diversas advertencias saludables”. Por lo tanto, decía Hitchens, “…procuro salir del centro, de las cortesías redundantes y de los circunloquios, para llevar el argumento, hasta su límite lógico”.
En una nuez, es lo que podemos llamar el método Hitchens y por eso creo, se trata de una figura tan extraña y tan valiosa: porque contradijo las formas inútiles y los rodeos que se suelen repetir en un sin fin de debates políticos e intelectuales.
“He encontrado, dice Hitchens, que la vida pública norteamericana o inglesa, se basa en un montón de convenciones sobre el debate, a las que se les da más importancia que el núcleo argumental, aunque sea vital… “Perdone usted; a continuación tiene tres minutos; permítame contradecirlo en este particular aspecto; ha sido muy interesante lo que ha dicho, concuerdo con su planteamiento… y así, cortesías al infinito”.
Los debates políticos e intelectuales aparecen –los mexicanos lo sabemos- como un territorio lleno de matorrales o semáforos en los cuales es imposible extraer el hilo del que cuelga el argumento. Contra esos modales inhibidores de la polémica y la contradicción, Hitchens siempre tenía un recurso, una idea, incluso un montaje escenográfico (como cuando se rapó el pelo en Bombay, para parecer acólito de monje budista y descender al mundo imbécil del Dalai, Bhagwan Shree Rajneesh).
Odiaba el prejuicio vigente: “Yo debo contentarme con ejercer el derecho a decir mi opinión, sin insistir demasiado en los errores o dislates que cometió mi interlocutor en el uso de su libertad de expresión”.
Es un truco muy conocido: busquemos el empate y todos seguiremos siendo tan amigos. Acto seguido, vuelta a la página para abordar otro tema, menos incómodo. Encima, toda esta parafernalia se hace pasar como canon de respeto, impecablemente democrático, pese a que no avanza un milímetro en aclarar la cuestión disputada. Hitchens se preguntaba: “¿Es esto lo que busca la política, el periodismo o la cultura? Claro que no”.
Por polémico, por hiriente, por atacar por igual a tirios o troyanos, se convirtió en un clásico de la libertad de expresión. Vuelvo a citar: “Mi libertad tiene sus límites en la tuya. Gran verdad. En tu libertad, no en tu susceptibilidad”.
Creo que el gran mérito de Hitchens -hoy reivindicado- es que fue muy consciente de los riesgos de la tolerancia. Dije bien, los riesgos de la tolerancia, pues en su nombre se han erigido ciertos “principios para no ofender” (una fe, una idea, un partido, un programa político). Si esto ocurre se están entregando las llaves de la libertad a la susceptibilidad del ofendido y es él, quien mediante esta enrevesada operación, toma el mango del sartén.
Con una obvia consecuencia: que cuanto más fuerte sea esa susceptibilidad, mientras más fanática sea, la libertad de expresión tendrá que ceder más, más deberá limitarse, pues estará cada vez más cerca de convertirse en ofensa y sacrilegio de los susceptibles.
Por eso, a pesar y en medio de tanto miedo por el debate y de tanta corrección política, vale tanto la provocación como método, que nos mostró Christopher Hitchens.
(Todas las citas provienen de su libro, Cartas de un joven disidente, Anagrama, 2003)