Rolando Cordera Campos
La Jornada
08/07/2018
Si como lo ha sugerido Stiglitz, el desarrollo es un proceso de cambio social y aprendizaje democrático, lo ocurrido el domingo pasado es una expresión clara de que en lo segundo México ha avanzado y crecido. Mucho más de lo que los profetas del desastre venían sosteniendo al enfatizar la compra y coacción del voto o el fraude generalizado como las figuras principales del teatro electoral del pasado 1º de julio.
No hubo tal y el Instituto Nacional Electoral, la otra bestia negra de esas profecías salió airoso de la prueba que la multimillonaria elección dominguera le había impuesto. Falta mucho, sin embargo, para que podamos cantar victoria en este campo fundamental de la construcción democrática del país. No tenemos órganos políticos adecuados para montar una deliberación productiva que pueda traducirse con eficacia a leyes, reformas y nuevas instituciones; ahora, con los partidos políticos al borde del colapso y de un estado de histeria colectiva, topamos con el enigma de los contrapesos que habría de encarar el nuevo gobierno para cumplir con las reglas del pluralismo y la diversidad ideológica y de enfoques que supone toda democracia madura.
En el flanco del cambio social, mucho, poco y nada; bueno, regular y malo resumen el inventario. Se nos ha reportado desde el Centro Espinosa Iglesias la (in) movilidad social que aflige el cuerpo social y distorsiona su dinámica y las evidencias sobre nuestros comportamientos cívicos no pueden contener, mucho menos soslayar, los indicadores de anomia, enclaustramiento, desapego de la vida pública colectiva a que nos han llevado el entronizamiento del crimen organizado y su violencia inaudita y bárbara. Votamos y optamos por el cambio en la dirigencia del Estado y lo hacemos pacíficamente, pero la justicia y el reclamo de vigencia de la ley y el derecho no han podido conformar un eco sostenido que le dé sustento civilizado a nuestro reclamo democrático.
Una mesa de tres patas o la persistencia del casillero vacío
, que planteara nuestro inolvidable Fernando Fajnzylver, definen y trazan nuestro panorama económico social hasta configurar una economía política del privilegio, la concentración de riquezas, ingresos y poder y la práctica eliminación de sus mecanismos compensatorios y correctivos que hasta hace unas décadas permitían hablar de la justicia social como componente indispensable de nuestro discurso e idea del desarrollo.
Cuesta arriba pues, y hay que asumirlo como divisa impertinente en la justa celebración de la victoria popular y democrática. El cambio social que nos dará desarrollo, mientras podamos mantener y afinar ese aprendizaje democrático, tendrá que concretarse y desplegarse en sostenida redistribución social, de ingresos, accesos y oportunidades, así como en unos ritmos de crecimiento económico por lo menos a la altura del desafío demográfico que marca la época y se condensa en los millones de jóvenes fuera de la escuela, el trabajo y la comunidad cívica.
El talante sostenido del triunfador, junto con la expresiva voluntad de cooperación de los principales actores económicos y sociales, permiten cultivar esperanza y darle materialidad a la expectativa. Pero no hay que olvidar que ninguna de ellas podrá reverdecer, porque de eso se trata, al amparo de configuraciones fantasmales sin proyecto. O sin esqueleto para la acción colectiva legal y con perspectivas, como ocurre en el flanco de la justicia laboral, como lo relata Arturo Alcalde sin descanso en estas páginas.
Junto con esto, la flagrante injusticia en la distribución de los frutos del esfuerzo social que se muestra en el estancamiento salarial y la apropiación abusiva de esos frutos mediante las ganancias excesivas y sin respaldo en la productividad del capital, conforma la pinza inclemente de la peor de las trampas para cualquier proyecto de cambio y desarrollo verdaderos: la nefasta combinación de desigualdad aguda y persistente, pobreza y crecimiento menguante.
Ese bicho todavía está con nosotros después del sueño democrático. Hay que despertar en calma, pero sin regodeos, porque se trata de auténticas tareas para un Hércules que no puede sino ser una voluntad colectiva.