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El debate público

Los videos y la justicia

Pedro Salazar

El Financiero

19/08/2020

No pretendo realizar una valoración política del llamado ‘caso Lozoya’ y de la estrategia con la que el gobierno federal ha decidido utilizarlo. No es la primera vez que desde el poder se utilizan casos de real o presunta corrupción para descontar a los adversarios y estigmatizar a los opositores. El propio presidente de la República rememoró –comparando con una triste ironía– los videoescándalos de 2004 en los que él y funcionarios de su gobierno en la CDMX fueron destinatarios del escarnio público.

En lo personal lamento esa clase de estrategias sobre todo por el impacto que tienen en la credibilidad y legitimidad de las instituciones, pero entiendo que la política es lo que es y comparto la indignación que provocan los actos –en caso de que lo sean– de abuso y corruptelas. Estamos ante un espectáculo lamentable, pero probablemente inevitable.

El problema es que el uso político y la exhibición mediática de los eventos relacionados con presuntos delitos trastoca de manera relevante y pone en riesgo objetivo la viabilidad jurídica de las acusaciones que eventualmente llegarán a la justicia. En concreto, esta manera de utilizar la información con la que cuentan las autoridades viola el principio de presunción de inocencia y tiene un ‘efecto corruptor’ sobre las investigaciones judiciales.

Con ello, al final del camino, es posible que algunos inocentes vean su fama pública mancillada y, lo peor de todo, que los culpables –exhibidos o no– se salgan con la suya y queden en libertad. Si esto sucede, el saldo no podría ser peor: investigaciones politizadas, sociedad indignada e impunidad garantizada.

El principio de presunción de inocencia está en la Constitución y es un elemento característico de cualquier Estado de derecho moderno. Su vulneración constituye una violación de derechos y vicia los procesos penales. Retomo de una tesis de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación la médula de mi preocupación: “Dada la trascendencia de una acusación en materia penal, la Constitución otorga al imputado una serie de derechos fundamentales a fin de garantizar que se efectúe un juicio justo en su contra, sin embargo, de nada sirven estos derechos cuando las autoridades encargadas de investigar el delito realizan diversas acciones que tienen como finalidad exponer públicamente a alguien como responsable del hecho delictivo.” (Amparo directo en revisión 517/2011). Cuando se exhiben públicamente los videos de personas realizando actos que podrían ser delitos, se viola ese principio elemental.

La propia Corte, en el famoso y polémico caso de Florence Cassez, anudó ese derecho constitucional con los ‘efectos corruptores’ que esa y otras prácticas conllevan para los procesos penales. Con las palabras de la SCJN: “la vulneración de los derechos fundamentales del acusado en el proceso penal puede provocar, en determinados supuestos, la invalidez de todo el proceso, así como de sus resultados, lo cual imposibilitará al juez para pronunciarse sobre la responsabilidad penal de una persona”. O sea, si se hace un mal manejo de los procesos, vulnerando derechos como la presunción de inocencia, los juzgadores no pueden juzgar.

De hecho, cuando el juez advierta que el ‘efecto corruptor’ ha tenido lugar, según la propia Corte, “deberá decretar la invalidez del proceso y, al no haber otras pruebas que resulten incriminatorias, decretará la libertad del acusado.” (Amparo directo en revisión 517/2011). En síntesis: el uso mediático y político del llamado ‘caso Lozoya’ podría terminar con la impunidad de quienes hubiesen cometido actos delictivos.

Pero hay otra arista del tema que adiciona otra preocupación. Hace un par de días el presidente de la República dijo lo siguiente: “Que se pueda ver en redes sociales, en la televisión convencional, el video que se asegura entregó el señor Lozoya a la FGR, conocer todo, primero…”. Más allá de los riesgos jurídicos que ya hemos advertido, la petición presidencial trasluce un desliz institucional muy delicado.

Durante décadas se advirtió la necesidad de contar con una fiscalía autónoma, que no respondiera a la voluntad del titular del Poder Ejecutivo. Esa aspiración llegó a la Constitución pero, por lo visto, no ha arraigado en la conciencia de todos los actores.

El dato no es menor porque casi siempre de esa autonomía penden los eslabones que inhiben la politización de la justicia y que garantizan eso que se llama debido proceso penal.