José Woldenberg
Reforma
06/10/2016
Luis González de Alba fue un dirigente del movimiento estudiantil de 1968 que nunca quiso ser solo eso. No deseaba quedar petrificado -inmóvil- por aquella gesta. Después de Los días y los años, el testimonio personal de las marchas, las asambleas, la cruenta represión, la vida en la cárcel, la fiesta y la política, escribió Y sigo siendo sola, un relato esperpéntico, hilarante y provocador de «un ser espantoso llamado vulgarmente Delfina Borato y cuyo nombre científico es Corruptia Horribilis», a mil kilómetros de distancia de lo que algunos esperaban de un ícono de la izquierda. El texto anunciaba una voz irreverente que deseaba airear el ambiente lúgubre y solemne de eso que, de manera genérica, llamamos la zurda mexicana. Por cierto, fue Luis el que insistió en que antes de la matanza de Tlatelolco el movimiento había tenido una cara festiva, liberadora, incluso relajienta, algo que hoy es de curso común pero entonces enfadó incluso a algunos de sus compañeros.
Luis fue un memorialista. Sabía que era necesario recuperar y recrear los episodios de su vida, tanto la política como la privada, e incluso la íntima. La primera porque pensaba que la amnesia social no era una buena compañera, que la historia ilustraba, pero sobre todo, él aspiraba a una reconstrucción con verdad y asumiendo la complejidad. Y la segunda, porque indagó en su propia trayectoria los resortes de la atracción, la pasión, las tensiones, rupturas, ilusiones y desgarros, de la vida erótica, carnal, amorosa. Cielo de invierno, Agapi mu, El sol de la tarde, Cuchillo de doble filo, No hubo barco para mí o Mi último tequila, dan fe de esa ansia por comprender y comprenderse, y los dos últimos títulos, sobre todo, ilustran un desencanto vital que resultaba descorazonador y preocupante.
Luis vivió y ostentó su vida sexual de manera abierta. Hoy eso hacen, para bien, miles y miles de personas. Pero en los años setenta no era común asumir de forma pública y natural la homosexualidad. Abrió dos de los «antros» emblemáticos para el reventón y el ligue gay: «El Taller» y «El Vaquero», que tantas gratificaciones, pero también infinidad de sinsabores, le provocaron. Y cuando la pandemia del sida tocó a su puerta, fue el promotor y el donante principal de la primera organización civil que alertaba, informaba y combatía los efectos devastadores del contagio.
Fue además un polemista de época. Sin dobleces, de manera directa, embestía contra todo aquello que le parecían supercherías. Su formación, su amor por el conocimiento, su voracidad como lector, lo dotaban de las herramientas para arremeter contra prejuicios más que arraigados (La orientación sexual), o la historia edulcorada y falaz (Las mentiras de mis maestros), o el mito de la aparición de la Virgen de Guadalupe o el autoritarismo y la corrupción no sólo del oficialismo, sino de la izquierda. Era un hombre ilustrado y como muy pocos quiso compartir y extender esos conocimientos. Fue un difusor de la ciencia, de sus avances, descubrimientos y de los nuevos horizontes que se abrían (La ciencia, la calle y otras mentiras; El burro de Sancho y el gato de Schrödinger; Los derechos de los malos y la angustia de Kepler). Un hijo legítimo de la ilustración al que desesperaban y deprimían las consejas anticientíficas, cargadas de engañifas y contrarias al conocimiento racional.
Su plática conjugaba de manera inmejorable sensatez, ideas, gracia, provocación y unos gramos de maledicencia, que lo convertían en un conversador prendido e interesante. Era imposible que se instalara el tedio. Todo adquiría nuevos contornos e inédita luminosidad con sus dichos y jugarretas. La política, la ciencia, el periodismo, las relaciones personales y lo que ustedes gusten, eran materia plástica para pensar, hurgar, examinar y cotorrear.
Vio cómo muchas de sus ilusiones se apagaban. En el terreno personal, dolencias y abandonos lo marcaron y creo también que lo abatieron. Y en el campo político dejó testimonios suficientes de su desencanto con la izquierda que no supo o no quiso o no pudo asimilar el compromiso con la democracia, la legalidad, la libertad y la tolerancia. No era capaz de soportar el autoritarismo, la irracionalidad, el panfleto y el vandalismo como estandartes políticos.
Te vamos a extrañar, querido Luis.