María Marván Laborde
Excélsior
01/10/2015
Para sorpresa de muchos la marca alemana Volkswagen fue capaz de hacer una trampa mayúscula, que ha burlado la reglamentación de protección al medio ambiente en casi todos los países en los que se venden sus automóviles.
Virtuosa sinergia entre sociedad exigente y autoridad responsable. El escándalo se destapó a partir de que un grupo de ciudadanos ecologistas buscaron demostrar que la reglamentación de Estados Unidos es más estricta que la europea. Midieron por su cuenta y cuando descubrieron el fraude dieron parte a la autoridad estadunidense, la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), ya todo lo demás es historia, es vergüenza internacional.
Por supuesto, no es el primer escándalo de corrupción que se da en Alemania, recordemos que hace unos lustros se supo que el entonces primer ministro Kohl había organizado una red de financiamiento ilegal para su partido. Sin embargo, hay que reconocer, la noticia nos sorprende porque la corrupción es la excepción, no la regla.
Las consecuencias serán brutales para la empresa. En cuestión de horas, las acciones de Volkswagen cayeron 40%, sus ventas disminuirán, deberán pagar multas millonarias que agravarán sus estados financieros y se esperan importantes despidos en todas sus plantas, incluida la de Puebla.
A pesar de todo, hay que destacar la capacidad de respuesta institucional. La compañía ha decidido asumir las consecuencias. Dignamente el CEO renunció, aclaró que él no estaba al tanto, pero entendió que faltar a su deber de cuidado es razón suficiente para pagar con su puesto.
Hay preocupación más allá de la propia empresa, ¿cuál va a ser la afectación a la marca-país? Cuando leamos en cualquier producto “Made in Germany”, ¿cuál será la reacción del público? Reconocen que en un escándalo se pone en juego la reputación de un país entero.
Cuando se presentan estos eventos, la forma en la que se reacciona a ellos determina el futuro. No sólo es una cuestión mediática, que por supuesto importa, es algo mucho más profundo. Incluye las medidas que se tomen al interior de la empresa, la severidad del castigo de los gobiernos involucrados, la respuesta del mercado, la capacidad de comunicar los resultados de la investigación prometida, el que la propia compañía esté dispuesta a acusar penalmente a los ejecutivos responsables y el Poder Judicial los juzgue con justicia.
En pocas palabras, si la respuesta es severa e integral, se inocula el sistema, se genera una cierta pedagogía de la prevención que evita que se repita el fenómeno. La reacción teutona poco tiene que ver con las respuestas mexicanas. Lejos están de un dictamen hecho por un amigo para justificar que no hubo conflicto de interés o de la falta de renuncia de un secretario al que se le escapa un capo. Estas reacciones prohíjan los siguientes actos de corrupción.
A pesar de que hace apenas unos meses se aprobó la reforma constitucional que debería transformar toda la forma de prevención y combate a la corrupción, seguimos pensando en formas institucionales que mantendrán como parte de nuestra marca-país la deshonestidad.
Es preocupante la ley de obras que está por aprobarse, está hecha para el cohecho. Sorprende que el borrador que se discute y que fue presentado en comisiones antes de que se aprobara la reforma constitucional del Sistema Nacional Anticorrupción, no se haya rehecho a la luz de las nuevas disposiciones. Nadie parece haberse dado cuenta de evidentes incompatibilidades. Todo sugiere que el legislador no entendió el cambio de paradigma.
La ley propuesta es un catálogo de excepciones. Permite darle la vuelta a las mínimas exigencias de licitaciones transparentes. La obra contratada a través del Ramo 33 está exenta de cumplir con la ley. La gestión a través del sistema de Compranet será optativa. Nada será más sencillo que justificar una adjudicación directa.
En resumen: esta ley de obras favorecerá la reproducción de la corrupción; los escándalos de mañana están construidos desde hoy. No es que culturalmente estemos predestinados al cohecho, nuestras malas normas son incubadoras de la deshonestidad. Made in México significa corrupción, porque así lo decide el Congreso.