Ricardo Becerra
La Crónica
19/04/2020
Es posible que el lunes 20 del año 2020 desparrame, a modo de noticias negras, los síntomas de nuestra crisis económica toda vez que, apenas el viernes 17, las calificadoras internacionales hicieron público su fúnebre dictamen: la principal empresa de México no pasa la prueba y por eso invertir en ella, en nuestro país por añadidura, es riesgoso. Inversionistas dispónganse a retirar su dinero.
Este acontecimiento, a su vez, desatará otros que para los más viejos como yo, forman parte de un viejo libreto conocido: devaluación, pérdidas en bolsa, mayor sangría de capitales, déficit en todas las balanzas y su traducción funesta en la economía real, desempleo, evaporación de empresas y empobrecimiento general.
No es que lo quiera. Es que no hay forma de que no ocurra. Está en la sorda dinámica de la realidad económica, como tantas otras veces. México vuelve a necesitar ayuda para salir adelante, pues de un momento a otro, en cuestión de pocas semanas, incluso los más obcecados, observarán como los presupuestos públicos languidecen y el Estado no cuenta con lo mínimo para sostener su propia operación.
El Presidente López Obrador ha querido negar ese escenario y continúa resistiéndose, en un extraño pleito con la realidad. Pero es ella misma, una y otra vez, la que se ha puesto enfrente con mas terquedad y a partir de mañana, con mayor gravedad.
El punto, es que casi todo el mundo sabe lo que pasa y lo que va a seguir pasando; lo peor es que muchos ya lo están viviendo, y por eso sigue siendo necesario elaborar, interpelar, insistir y crear una corriente de opinión pública que exija un cambio serio en la política económica, una corrección que nos lleve a contar con masivas medicinas contracíclicas.
Todo lo cuál tiene un desenlace plástico: México deberá presentar un plan, una serie de medidas racionales y consistentes, que sean creíbles en primer lugar, por su rigor técnico, y en segundo porque es acompañado por un amplio abanico de intereses y convicciones en México. Ambas condiciones indispensables ante los ojos de las instituciones financieras, para tener acceso a recursos frescos y con ellos capotear una tormenta que será más larga mientras más tardemos en presentar, precisamente el plan.
No tiene porque ser el mismo tipo de programa que el que se interpuso a la crisis del 2008, el de 1995 y menos el de 1982 y 1987. Pero tiene que elaborarse seriamente. Ese plan debe estar acompañado de un diagnóstico claro: enfrentamos un desmayo general de la economía porque queremos salvar la vida de decenas de miles de mexicanos y por eso, la actividad debe suspenderse. Y no todos sufriremos igual: toda la atención deberá enfocarse en los empleos y en quienes viven al día de su propio trabajo. Ni los adultos mayores ni los niños con discapacidad resentirán la recesión primero, pues ellos continúan recibiendo su dinero líquido (qué bueno que así sea). El objetivo está centrado en los que están viendo cerrar su fuente de sustento diario.
No está de más insistir que, mientras más tarde en llegar el plan, mayor será el paréntesis recesivo del país. Pongo un ejemplo: si las pequeñas o las medianas empresas no tienen la certeza de que serán los suficientemente apoyadas en el siguiente bimestre, no tomarán créditos para reanudar su operación mañana o pasado mañana ¿Endeudarse en un panorama incierto? No gracias. Otro ejemplo, si no hay la decisión clara de salvar al empleo de modo contundente, es probable que miles de empresas opten por despedir ahora porque lo más probable es que no tendrán en caja lo suficiente para despedir después, más débiles, tras meses de parálisis.
Lo que quiero decir es que esas certezas económicas son necesarias ahora precisamente para que podamos estar en condiciones de levantarnos y caminar mañana. Pues si habrá un mañana, es porque habremos sabido construir un plan, desde hoy.