José Woldenberg
Reforma
04/08/2016
Nelson Mandela es una figura mayor del siglo XX. Y con razón y justicia. Pretendió y logró terminar con una legislación oprobiosa en Sudáfrica: la que cobijaba el racismo. Y vale la pena acentuar que lo que buscaba era precisamente abolir una relación social, no a los blancos o a los usufructuarios de la misma. Quizá en ello se encuentre su grandeza. Orientó el odio y la justa indignación en contra del racismo, ofreciendo incluso una salida digna a quienes lo habían alimentado y administrado.
Tzvetan Todorov, en su libro Insumisos (Galaxia Gutenberg. 2016), hace una semblanza magistral de Mandela y rastrea los nutrientes de su actitud. Vale la pena pensar en ellos, porque suelen ser excepcionales.
Cuando por fin, luego de 27 años de reclusión, Mandela sale de prisión en 1990, su discurso ya no es el de los colonizados enfrentados a los colonizadores tan apreciado por la cúpula del Congreso Nacional Africano, sino el «de la igualdad para los sudafricanos negros y la seguridad para los sudafricanos blancos». Un planteamiento que por supuesto pone en el centro la abolición del apartheid, pero que entiende que si no se quiere alimentar una conflagración con desenlace sangriento e incierto, tiene también que ofrecerles garantías a sus adversarios. Las pláticas con altos personeros del gobierno iniciaron incluso antes de la liberación de Mandela y según su propio testimonio «no le cuesta entender el apuro del gobierno». Dice Todorov que dado que «los grupos son siempre más radicales que los individuos, ya que la mirada de los demás empuja a no ceder», esas conversaciones, que derivarían en negociaciones, permitieron a Mandela entender las preocupaciones de «los otros» para delinear garantías para ellos. «Está convencido de que la inmensa mayoría de la población aspira ante todo a la paz y la seguridad y que la guerra civil sería un desastre que es preciso evitar a toda costa. Rechaza la lógica de los que justifican su violencia con la violencia anterior…». En esa circunstancia «los adversarios de Mandela son los irreductibles de cada bando, que rechazan todo compromiso y prefieren la victoria de sus convicciones a la paz».
Esa visión omnicomprensiva fue posible porque Mandela pasa de ser un militante intransigente a otro que entiende la lógica de sus adversarios. En su autobiografía dice de sí mismo: «Era muy radical, mis discursos eran muy virulentos, y en ellos golpeaba a todo mundo…Me apoyaba en la arrogancia para disimular mis lagunas…Gritaba desde las tarimas únicamente para soltar informaciones parciales mal digeridas…La necesidad de impresionar y de hacer ruido es (era) flagrante». «Estaba muy enfadado con los blancos, no con el racismo». Y complementa Todorov: «se preocupa menos del objetivo final de su lucha, derribar el apartheid, que de la manera en que se lleva a cabo la lucha». Pero luego de los largos años en la cárcel, su reivindicación no sólo es a favor de los suyos, sino que apela a valores universales: democracia, igualdad, justicia, civilización y paz.
Otro nutriente del comportamiento de Mandela, nos dice Todorov, es más moral que político. Educado en la tradición y en escuelas «abiertas occidentales», recibe una doble influencia cultural, lo cual le facilita su papel de «mediador». Escribe que «cuando era niño, aprendí a vencer a mis adversarios sin deshonrarlos». No le cuesta tomar en cuenta a los demás, hacer concesiones, prefiere «conseguir su consentimiento a su sumisión». Y está convencido, dice Tzvetan Todorov, «que odiar al enemigo no ayuda a vencerlo, sino que destruye tu propia identidad». Mandela se apropia de una conseja que oyó en una ocasión: «el resentimiento es como beber veneno y esperar que mate a tus enemigos».
Mandela se acerca a sus adversarios, sabe lo que quiere y pretende lograrlo escuchando a los otros, ofreciéndoles garantías. Pero no es sólo un recurso táctico, es producto de una convicción profunda: el maniqueísmo sirve para exaltar el ánimo de los adversarios, sí, pero difícilmente puede ofrecer una salida al conflicto. De tal suerte que si de lo que se trata es de modificar una relación social asimétrica y detestable, esto puede hacerse con una fórmula incluyente, buena para todos y no solo para algunos.