Por José Woldenberg Reforma (12-Oct-2006)
Hay vidas que resumen una época. Y cuando una de esas personas muere nos damos cuenta que con él acaba también esa época. Una etapa en la que se conjugaron sueños y trabajos pioneros, esperanzas y esfuerzos irrepetibles. El lunes murió Manuel Martínez Peláez y con él se fue un tiempo que sólo queda en la memoria.
Conocí a Manuel en 1974 en las reuniones del Consejo Sindical, aquella corriente de profesores jóvenes de la UNAM que impulsó la creación de un sindicato del personal académico. Todos los martes a las nueve de la noche, primero en un salón de la Facultad de Ciencias y después en otro de Ciencias Políticas y Sociales, nos reuníamos varias decenas de profesores e investigadores para primero impulsar la formación de un sindicato, luego imprimirle el rumbo al SPAUNAM y más adelante influir en la marcha del STUNAM.
En esas sesiones se analizaba la situación, se discutían las líneas de trabajo, las acciones que deberíamos emprender, pero sobre todo aprendimos a escuchar, a argumentar, a construir, a hacer política. Aquellas asambleas se extendían hasta bien tarde , y Manuel y yo a esa hora nos íbamos juntos hasta Tlanepantla y Echegaray (respectivamente), allá en el estado de México.
En esos viajes platicábamos de todo, del mar y los pescaditos. Lo mismo de los conflictos universitarios que de una novela de Ibargüengoitia, del último disco de Queen o del reventón del fin de semana, de los horrores de la política o de las tonterías u ocurrencias de las otras corrientes sindicales, con las cuales convivíamos y debatíamos. El Consejo Sindical siempre fue la corriente mayoritaria entre los profesores.
Manuel era profesor en el C.C.H. Naucalpan y yo en la FCPS. Ambos fuimos elegidos delegados al Consejo General del SPAUNAM y luego al primer y único comité ejecutivo del sindicato. En las oficinas de Nicolás San Juan, colonia del Valle, nos veíamos a cada rato y en esas faenas sellamos una amistad que duró más de tres décadas.
Luego coincidimos en el MAP, en el PSUM, en el PMS, en aquella primera fase del largo y tortuoso proceso de unificación de la izquierda. Fundamos con muchos otros compañeros el Instituto de Estudios para la Transición Democrática y trabajamos en equipo en el IFE. En este último instituto, Manuel, entre otras muchas cosas, hacía el seguimiento de lo que sucedía en el Registro Federal de Electores y en particular en la Comisión Nacional de Vigilancia. Sus tarjetas informativas resultaban ejemplares: el problema aparecía enunciado con claridad y en forma breve. De igual manera las diferentes posiciones ante el mismo y al final alguna lacónica sugerencia; siempre pertinente, siempre informada, siempre sensata. Su orgullo era el del trabajo bien hecho. Casi todo lo que sucedía, a sus ojos resultaba natural, explicable, y por ello merecía ser atendido. No era de ésos que se llenan de furia si sus observaciones o iniciativas no prosperan o si alguien las contradice; por el contrario, con serenidad, conocimiento y aplomo, sabía que hasta las últimas y extremas necedades debían ser escuchadas y resueltas. Hablar con él era como un bálsamo a la mitad de la tormenta; en medio del caos su prudencia destacaba. Prudencia, sobre todo, a la hora de juzgar a los demás.
La biografía de Manuel da cuenta del rumbo y los afanes de la izquierda democrática en nuestro país. Construyó organizaciones sociales para la defensa de los intereses laborales de los trabajadores; edificó partidos para lograr la presencia de la izquierda en el mundo electoral, parlamentario y en los gobiernos; trabajó desde las instituciones para transformarlas y lograr que cumplieran con su misión. Pero al mismo tiempo se abrió a las más diversas y contradictorias influencias: el rock y la algarabía fácil de los deportes profesionales, la literatura y los movimientos “contraculturales”, el cine de calidad y la francachela televisiva. Manuel fue siempre una persona discreta, trabajadora, eficiente. No le gustaban los reflectores, ni los fuegos fatuos, pero trabajaba de manera consistente, dedicada y con conocimiento de causa. Solidario con sus amigos; roquero de corazón, tenía una colección de los discos de los Rolling Stones que envidiaría cualquier “groupie”; lector insaciable de novelas de ciencia ficción (algún defecto debía tener); fumador empedernido, no se despachaba menos de tres cajetillas de cigarros Alas al día; amante de la buena cocina y del vodka solo; era de modales secos pero amables. Creo que gozaba como nadie el lujo de estar solo y disfrutaba también del difícil arte de callar.
Maestro en computación, fanático de tocadiscos y toda clase de máquinas reproductoras, conseguía y grababa música para él y para festejar a sus amigos. En tres discos reprodujo alrededor de 60 versiones diferentes de La Internacional (desde coros en sueco, danés, farsi-persa hasta Las Lupitas o la orquesta del SUTERM) y en otro recuperó toda la música en vivo del mítico festival de Avándaro. En su departamento, cada año, nos reuníamos un grupo de amigas y amigos a ver el Super Bowl, a comer tacos de cabeza y pastes de Hidalgo, a tomar un buen número de cervezas y otros alcoholes más fuertes, sólo por el gusto de refrendar una amistad añeja, cálida y productiva. El domingo, en su casa, se acostó y durmió, y el lunes no despertó. La congoja y el sacudimiento que vivimos sus amigos no se puede reproducir. Incredulidad, tristeza, abatimiento, es la primera estela que nos deja su muerte. Su recuerdo luminoso es otra cosa. Ése se queda entre nosotros.