Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
04/02/2016
En los debates en torno a la mariguana, tanto en el organizado por el Gobierno Federal como en las audiencias públicas del Congreso, buena parte de la discusión se ha centrado en qué tanto daño causa su consumo. Médicos, neurofisiólogos, sedicentes especialistas en adicciones y profesionales de la salud pública se han enzarzado en una polémica interminable, como si el tema a dirimir fuera el grado de peligrosidad de la sustancia y de ello dependiera si se debe o no mantener la prohibición en los términos actuales. Con base en estudios diversos, cada quien interpreta la evidencia de la manera conveniente a su postura. Para unos, la mariguana es la encarnación misma del mal, capaz de producir hordas de zombis deambulando por las calles, mientras que para otros los daños de la substancia son administrables desde el sistema de salud y la prevención. Cuando el tema es el potencial terapéutico del cannabis la discusión no está menos polarizada entre quienes minimizan sus ventajas médicas y quienes encuentran en los derivados del cáñamo casi casi la panacea.
Puestos a tomar partido, desde la perspectiva del lego en materia de salud, me parece sin duda que los argumentos de quienes se pronuncian por considerar al cannabis como una sustancia de peligrosidad moderada, con usos recreativos relativamente seguros y potencial terapéutico amplio, sin ser milagroso, tienen argumentos más sólidos que quienes proclaman su maldad intrínseca. Sin embargo, aunque se trata de una querella inevitable en un debate como el actual, es una discusión relativamente superflua, cuando el tema a dirimir no es tanto si la mariguana es o no dañina sino si la prohibición es la estrategia adecuada para enfrentar desde el Estado éste o cualquier otro consumo potencialmente peligroso.
Para ponerlo en otros términos, la discusión más relevante en este momento no es de salud, sino de políticas públicas. Sin duda para diseñar una regulación adecuada es importante tomar en cuenta la evidencia, de manera que se puedan diseñar las mejores estrategias para prevenir y reducir daños, lo mismo que para atender adecuadamente a los usuarios problemáticos, pero lo realmente relevante a dirimir en el momento actual es si se debe o no mantener la prohibición como estrategia central del Estado respecto a la mayoría de las sustancias psicoactivas. Empezar por la mariguana tiene sentido porque se trata de la más consumida entre las drogas hoy prohibidas y es sobre la que más información se tiene, a pesar de lo fragmentario y contradictorio de los estudios, pero en realidad lo que está en cuestión es si la mejor forma de regular un mercado con demanda estable es involucrar a las fuerzas de seguridad del Estado y utilizar el sistema de justicia penal para perseguir tanto a la oferta como a la demanda.
El primer error que se comete cuando la discusión que se poden en primer término es el de la peligrosidad intrínseca de la mariguana para la salud, es el de la definición del problema público que se debe enfrentar con políticas. Hoy en México ni el consumo total de mariguana ni sus usos problemáticos son un auténtico problema público que ponga en riesgo al sistema de salud o genere terribles consecuencias en el entorno social. Los porcentajes de consumo son, de acuerdo a la información oficial, muy bajos; y si bien es cierto que se trata de información dudosa, incluso con porcentajes de consumo más altos ni el consumo de mariguana ni el de otras sustancias hoy prohibidas y perseguidas policial y judicialmente representan un de salud comparable, por ejemplo, con el generado por la obesidad. De ahí que la relevancia de la discusión médica sea relativamente secundaria en este momento.
El auténtico problema público que estamos enfrentando se deriva de la prohibición misma. Es la prohibición y la manera en la que ésta se aplica la que genera riesgos innecesarios tanto para la seguridad de la población en general como para la salud y la libertad de los usuarios de sustancias psicoactivas no permitidas. Si los riesgos a la salud que representa la mariguana son debatibles y tan relevantes para el diseño de políticas públicas adecuadas como los daños que provocan el azúcar o la carne de cerdo, los males provocados por la estrategia prohibicionista son incontrovertibles: no ha servido para eliminar el consumo de las sustancias satanizadas, como se ha pretendido desde que se estableció la Convención Única sobre Estupefacientes en 1961, mientras que ha generado oleadas de violencia y ha llenado las cárceles de personas que, en todo caso, no le han hecho daño a nadie más que a sí mismos, al tiempo que ha tenido efectos perversos sobre el bien que supuestamente debería tutelar, pues en lugar de proteger la salud de la población ha aumentado los riesgos para los consumidores.
La discusión central, por tanto, debe ser de políticas públicas. Debe partir de una evaluación de costos–beneficios de la política actual, para desecharla por evidentemente fallida. El punto de partida del debate no es tanto si la mariguana es buena o mala, sino si la prohibición ha dado resultados o si, en cambio, ha sido un fracaso. Los prohibicionistas deberían ser capaces de mostrar la eficacia de la estrategia como política pública, en lugar de echar por delante los supuestos argumentos médicos para justificar su empecinamiento.