José Woldenberg
Reforma
28/07/2016
Llevamos casi 40 años dándole la vuelta a la noria electoral. Entre el 28 de abril y el 21 de julio de 1977 se realizaron 12 audiencias públicas en la Secretaría de Gobernación para discutir la eventualidad y los contenidos de una reforma política. Se trató de una operación desencadenante. Luego de ella, vinieron nuevas y más amplias y sofisticadas reformas. La última fue aprobada en 2014. Y sin duda, vistas en conjunto, fueron para bien. Sin ellas, no tendríamos pluripartidismo, elecciones competidas, fenómenos de alternancia, congresos equilibrados y sígale usted. Ahora, de nuevo, empieza a sonar la «necesidad» de una nueva reforma. Al parecer, los políticos, académicos y periodistas le hemos tomado el gusto al asunto. Y en efecto, la legislación electoral requiere adecuación. ¿Cuál no? Pero deben ser tiros de precisión para fortalecer eslabones débiles, normas ambiguas, problemas detectados recientemente, y no una nueva ronda como si debiéramos descubrir el Mediterráneo.
Cierto, hay un desgaste en el aprecio a los políticos y los partidos. Cierto, los gobiernos y los congresos son muy mal calificados por los ciudadanos. Vivimos en un ambiente cargado de malos humores públicos, de desesperanza y encono. Y creo que estamos obligados a preguntarnos por los nutrientes profundos de esas realidades y apuntar más allá del estratégico asunto electoral.
Los actores centrales de la política -por supuesto, no todos- tienen una responsabilidad compartida. Sin horizonte claro y discernible, atrapados por el inmediatismo y la rueda de la fortuna electoral, corroídos por fenómenos de corrupción, difícilmente pueden inyectar sentido y entusiasmo a sus tareas. Y si a ello le sumamos unos medios de comunicación y una tradición que resultan refractarios a los valores y principios de las fórmulas democráticas -pluralismo, convivencia de mayoría y minorías, tolerancia, diálogo, acuerdos-, el círculo tiende a apretarse.
Pero hay algo más. Mucho más profundo. Hemos estado, como sociedad y con razón, empecinados en regular, dividir, supervisar, transparentar, controvertir a las instituciones del Estado. Tareas necesarias y de primer orden dada la cauda de discrecionalidad, prepotencia, concentración, opacidad e impunidad con las que han y, en muchas ocasiones, siguen actuando. Se trata de una agenda pertinente que ha logrado avances en muchos campos y que no se debe descuidar porque estamos aún lejos de contar con un Estado de derecho digno de ese nombre. Y por supuesto siempre resultará pertinente que el Estado no invada zonas reservadas en exclusiva a los individuos, que en su propio seno existan pesos y contrapesos, que los funcionarios se ciñan a sus facultades y no actúen de forma discrecional, e incluso que por la vía jurisdiccional los particulares puedan proteger sus intereses cuando los sientan avasallados por la autoridad. Hemos, en fin, tratado de contener y controlar al Estado.
Pero (creo) estamos obligados también a explorar y explotar las potencialidades de las instituciones estatales. Si queremos atender los flagelos más ominosos que rondan nuestra convivencia, tenemos que activar los resortes estatales que eventualmente pueden generar espirales virtuosas. Sin políticas laborales, fiscales, de salud y educación, de vivienda y alimentación bien diseñadas no alcanzaremos siquiera a atemperar las desigualdades que cruzan a México y que lo convierten en un escenario de tensiones y rencores sin fin. Sin políticas monetarias, de inversión pública, de fomento a la infraestructura y a la inversión privada, difícilmente lograremos que nuestra economía crezca a las tasas necesarias para generar empleos dignos y contener la expansión acelerada del trabajo informal y sus secuelas. Sin cambios a los usos y costumbres de policías, ministerios públicos, jueces y encargados de los penales, difícilmente se abatirá la ola delincuencial respetando los derechos humanos (operación complicada entre las complicadas).
Pues bien, se acaban de publicar las leyes que conforman el llamado Sistema Nacional Anticorrupción que ojalá impacten en serio esa dimensión especialmente lacerante. ¿Sería posible además un gran pacto político y social para activar la economía, abatir la pobreza y mitigar las desigualdades? Para eso también requerimos del Estado.