Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
31/08/2015
Se ha necesitado demasiado optimismo (que en temas como éste es una expresión de ofuscamiento) para considerar que hay un nuevo gabinete presidencial. En realidad se trata de más de lo mismo, con los mismos operadores de un gobierno que sigue funcionando, como dirían los economistas, con rendimientos decrecientes. El presidente Peña no ha querido hacerse cargo de la estupefacción en el plano político y el aturdimiento respecto de la economía que ha padecido su gobierno. Con esos nombramientos reitera que no habrá modificaciones sustanciales.
Aurelio Nuño Mayer enfrenta, muy posiblemente, el desafío más importante entre sus colegas de gabinete. Por una parte, ha sido expresión de la autocomplacencia presidencial. Pero al mismo tiempo, quienes han tratado con él le reconocen aptitud para escuchar, acordar y respetar compromisos, cualidades cardinales en el ejercicio de la política.
Nuño tiene en su haber la operación política de la cual resultaron el Pacto por México y sus principales reformas, comenzando por la educativa que ahora le tocará poner en práctica. Pero también ha compartido fracasos como las desmañadas respuestas del gobierno a las crisis que suscitaron la matanza en Iguala y la fuga del Chapo Guzmán.
En diciembre pasado, desde la Oficina de la Presidencia, Nuño expresó una aventurada explicación de la política del gobierno en una entrevista con El País: “Vamos a tener paciencia en este ciclo nuevo de reformas. No vamos a ceder aunque la plaza pública pida sangre y espectáculo ni a saciar el gusto de los articulistas. Serán las instituciones las que nos saquen de la crisis, no las bravuconadas”.
Ésa era, de suyo, una bravuconada, porque no precisó a qué opiniones o exigencias se refería y, sobre todo, porque ante el desbarajuste político nadie, al menos en la opinión publicada, reclamó sangre. En aquella declaración, el funcionario más cercano al presidente Peña manifestó el desdén del gobierno hacia las evaluaciones críticas.
Parece imposible que Nuño haya sido ajeno a la promoción triunfalista que desde la administración actual ha sido inducida en los medios y que en estos días incluye la petulante propaganda con motivo del informe presidencial. Ahora, a cargo de la SEP, no solamente transita de los entretelones, al ejercicio público del poder político. Lo hace, además, en el sector cardinal para el destino del país. Históricamente, México ha apostado por la educación, pero nunca como ahora son evidentes —y costosas— las debilidades de una educación pública plagada de simulaciones en todos sus niveles.
Junto con la miseria que padecen las escuelas, el clientelismo que han tolerado y aprovechado los maestros, la insuficiencia (al menos hasta hace poco tiempo) de las evaluaciones, la incapacidad de la enseñanza en las aulas para contrastar la deseducación que difunde la televisión o la mediocridad que agobia a nuestras universidades, sufrimos un creciente déficit en materia de cultura social.
El papel de la educación no se limita a las aulas. Además, hacen falta valores, costumbres y convicciones (cívicas, políticas, públicas) afianzadas en la propagación del conocimiento junto con la promoción de la pluralidad. Vasconcelos, en cuyo célebre escritorio ahora despacha Nuño, imprimió centenares de miles de ejemplares de los clásicos: estaba convencido de que no bastaba alfabetizar si la gente no tenía acceso a lecturas de calidad. Para cumplir con sus obligaciones, la Secretaría de Educación Pública no solamente debe auspiciar escuelas, maestros capacitados, museos, becas y conciertos, entre tantísimas otras tareas. Además, tendría que impulsar una cultura social en donde la tolerancia y la crítica sean prácticas reconocidas en y por los ciudadanos.
Pero si desde el poder político se recela de la discrepancia y del trabajo intelectual porque no se les comprende o porque parecen impertinentes, será imposible que se despliegue esa dimensión fundamental de la educación pública. A pesar de algunas de sus declaraciones, el secretario Nuño tiene formación adecuada para esa tarea.
Su licenciatura en Ciencia Política en la UIA y la maestría en Estudios Latinoamericanos que hizo en Oxford afirmaron el interés de Nuño por los asuntos públicos. Junto con ello, el diálogo con académicos como el antropólogo Roberto Varela Velázquez le permitió ampliar su apreciación sobre “los temas que nos preocupan a los politólogos: estabilidad política en sociedades complejas, gobernabilidad en sistemas parlamentarios y presidenciales, relación entre poderes, dinámicas en el interior de los congresos o parlamentos, relaciones entre estructuras de poder nacionales, locales e internacionales, entre otros” (Revista Alteridades, UAM Iztapalapa, enero-junio de 2005).
Esos temas Nuño los ha examinado desde el poder político y no como analista del poder. Asesor parlamentario del PRI, coordinador de asesores de Luis Videgaray cuando era diputado, asesor de Enrique Peña Nieto en el gobierno del Estado de México, operador en la campaña de Eruviel Ávila Villegas para gobernador, coordinador en la campaña presidencial de Peña y de allí a la Oficina de la Presidencia, todo ello en menos de una década: esa es la carrera política de Nuño, intensa en oportunidades de influencia, pero hasta ahora sin responsabilidades directas en la ejecución de decisiones. Es notable el contraste con la experiencia del político al que reemplaza en la SEP. Emilio Chuayffet puede haber tenido desaciertos, pero oficio nunca le faltó, entre otras cosas para sobrellevar decisiones que él no tomaba; su extensa trayectoria da cuenta de una vida comprometida con el servicio público.
A Nuño sería un disparate señalarlo por joven o por inexperto, pero esas condiciones redoblan la exigencia ante su desempeño. Casi todos los comentaristas que se han interesado en ése y el resto de los cambios recientes en el gabinete se refieren al escenario que se configura rumbo a 2018. Tenemos una opinión publicada profundamente dependiente del presidencialismo y sus ritmos. Antes, habría que preocuparnos por lo que harán ahora, y en los tres años siguientes, los nuevos o reacomodados secretarios.
La condición de presidenciables que, con méritos o sin ellos, se les adjudica en los medios, no dejará de ser disruptora en las decisiones y omisiones de esos funcionarios. A José Antonio Meade se le enaltece porque, en gobiernos, primero del PAN y ahora del PRI, ha encabezado cuatro secretarías: Energía, Hacienda, Relaciones Exteriores, ahora Desarrollo Social. Antes, de quienes tenían capacidades tan polifacéticas se decía que servían lo mismo para un barrido que para un fregado. Ahora a esa versatilidad se le llama aptitud política que seguramente tiene su mérito, aunque no deja de inquietar la falta de interés del Presidente por el conocimiento especializado de sus secretarios.
Así, a la señora Robles la trasladan de Desarrollo Social a Desarrollo Agrario y Territorial. Si lo estaba haciendo bien en Sedesol (lo cual es discutible), entonces no se explica por qué su jefe la remueve de allí. Si lo estaba haciendo mal, menos aún es comprensible por qué la premian con otra secretaría.
En Turismo, Claudia Ruiz Massieu hacía un trabajo fructífero. La remueven de allí para que se encargue de Relaciones Exteriores, tarea para la que tiene méritos, pero en donde, otra vez, la designación de un funcionario ajeno al servicio diplomático es un gesto de menosprecio al personal de carrera.
Renato Sales Heredia está al tanto de las tortuosidades de las instituciones de seguridad pública, a las que ahora encabeza, y no será experiencia lo que requiera para tratar de enderezarlas. Rafael Pacchiano, ahora a cargo de la Semarnat, conoce los intereses que abundan en la preservación del medio ambiente: tanto que fue diputado por el Partido Verde, que ha lucrado con la bandera del ecologismo.
El presidente Peña prefirió hacer esos cambios antes de su tercer informe. Ha privilegiado el cómo, por encima del qué. No le ha interesado explorar nuevos rumbos para su gobierno y el país. La autocrítica no es lo suyo. Esa obcecación habrá quienes la consideren como una expresión de congruencia. También puede ser síntoma de imprudencia.