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Materia de Teatro

Antonio Muñoz Molina
El País;
18/07/2009

McNamara se preciaba de no ser un político, y menos aún un iluminado: era un técnico, un especialista en estadística y análisis de sistemas.

Un anciano caminaba solo por las desalmadas calles oficiales de Washington llevando una gabardina abierta y unas zapatillas viejas de deporte, perdido en sus pensamientos, murmurando algo, tan descuidado que a veces hasta le colgaban fuera los faldones de la camisa. En su cara estragada por la edad era difícil de reconocer al hombre célebre de las fotografías y los noticiarios de los años sesenta, Robert McNamara, con el pelo brillante y peinado hacia atrás y las gafas de montura metálica, con ese aire de austera energía masculina y certeza inflexible que tienen los hombres muy seguros de sí mismos, los que vemos hablar desde los atriles en las conferencias de prensa internacionales o inclinarse sobre grandes mesas llenas de documentos y planos, los que explican estadísticas proyectadas en una pantalla y parecen saberlo todo. Ante ellos, instintivamente, hablen de lo que hablen, nos abruma nuestra propia ignorancia; les atribuimos un conocimiento ilimitado, y con frecuencia, al mismo tiempo, una malevolencia amenazadora. Imaginamos que ha sido la mezcla de conocimiento y de malevolencia la que los ha alzado hacia los lugares que ocupan: no se nos ocurre que pueden ser en realidad banales y frágiles, o que no saben de lo que están hablando. Cuando provocan desastres les atribuimos una maldad que en el fondo los engrandece, un talento metódico para el dominio y la destrucción.

Pocos hombres, en el siglo pasado, tuvieron una influencia tan grande en las vidas y muertes de millones de personas como ese anciano al que hasta hace muy poco se veía muchas veces vagabundear por las calles de Washington, probablemente perdido en un monólogo sin sosiego que sólo se interrumpió la noche del 6 de julio, cuando murió plácidamente mientras dormía, a los 93 años, recibiendo así una última misericordia que nadie le concedió mientras estaba vivo. Hay personajes cuya naturaleza parece requerir las páginas de una novela; otros pertenecen al espacio misterioso y despojado de un escenario, tal vez porque hay formas de tragedia que sólo pueden expresarse plenamente en el teatro: la tragedia de la figura pública, del hombre que lo tiene todo y lo pierde todo, del que ha cometido el pecado de la soberbia o extravío delirante y ha de sufrir un castigo que desde los tiempos de los griegos tiene algo de sacrificio ritual y ha de representarse ante una comunidad sobrecogida. Robert McNamara fue secretario de Defensa de los Estados Unidos durante los primeros años de la guerra de Vietnam. En 1968, cuando dimitió, cuatrocientos mil soldados americanos luchaban en ella. Alrededor de un millón y medio de vietnamitas murieron en total, y cincuenta y ocho mil americanos. Peo McNamara se preciaba de no ser un político, y menos aún un iluminado: era un técnico, un especialista en estadística y en análisis de sistemas. Lo cuenta Tim Weiner en The New York Times, en una necrológica que tiene esa riqueza y esa profundidad de gran literatura que uno echa ya tanto de menos en el periodismo. McNamara no llegó al gobierno desde la política sino desde las aulas de la Business School de Harvard y los despachos directivos de las grandes empresas americanas. Era un intelectual ilustrado: había estudiado economía y filosofía. Entre 1943 y 1945 trabajó en las oficinas de control estadístico de las Fuerzas Aéreas, haciendo el cálculo de eficiencia de los bombardeos sobre las ciudades de Japón. Cuando Kennedy le propuso en 1961 que formara parte de su gobierno llevaba algún tiempo dirigiendo con éxito la compañía Ford, aplicando en ella con éxito los mismos métodos de cuantificación y análisis que quiso implantar después en la gestión de la guerra. No se veía a sí mismo como un cruzado de la democracia contra el comunismo, sino como un técnico encargado de una tarea muy compleja, pero no insoluble. En 1945 había calculado que los bombardeos aéreos sobre Japón tenían una eficacia media del 58%. En Vietnam, con un enemigo mucho más débil y con mayores medios humanos, económicos y tecnológicos, la estimación del resultado era más fácil, y desde luego más favorable. Él era un civil, no un militar: adecuadamente gestionado para maximizar su eficacia, el ejército americano lograría la victoria en un plazo más o menos cercano según la magnitud de la inversión: en soldados, en armas, en aviones, en toneladas de bombas por kilómetro cuadrado.

Y sin embargo, para su desconcierto, nada salía como estaba previsto; las líneas que avanzaban con tanta claridad en los mapas se volvían borrosas en la realidad de aquel país remoto en el que cada vez morían más hombres; revisaba cálculos, series estadísticas, y los resultados exactos que le devolvían sus operaciones contrastaban de manera escandalosa con los informes que le llegaban cada mañana al despacho, con el clamor de oprobio, vergüenza y rebeldía que estaba levantándose en todo el país. No importaba: habría que corregir los datos; que mandar todavía más millares de soldados y lanzar no sólo muchas más bombas de las que habían devastado las ciudades de Japón veinte años antes, sino también napalm y agentes químicos que arrasaran las selvas, para que el enemigo no se pudiera esconder en sus espesuras. Pero contra toda lógica, contra todas las previsiones de la estrategia y de la razón, Vietnam del Norte y sus aliados del Vietcong se hacían más fuertes en vez de debilitarse. En 1968 McNamara dimitió. Muchos años después, en 1995, cuando era ya un jubilado de la presidencia del Banco Mundial, escribió un libro de memorias en el que confesaba que varios antes de abandonar el gobierno ya sabía que la guerra de Vietnam era inútil y que no podía ganarse. Confesó en público su vergüenza y su remordimiento, pero no obtuvo ninguna compasión. Para los fanáticos del patriotismo militar se convirtió en un traidor; los que habían padecido la guerra y los familiares de los muertos nada deseaban menos que aliviarle la culpa por algo que a ellos les había destrozado las vidas; la gente que desde el principio se opuso a la guerra por pura decencia no perdió ni un gramo del desprecio que siempre les había provocado su figura arrogante, su fría determinación no amortiguada ni por la duda ni por la pesadilla de la multiplicación de las víctimas.

Hasta 1995 había guardado silencio: según se hacía más viejo su vida fue un largo monólogo que se iría anquilosando en la pavorosa circularidad de las obsesiones sin remedio. Como a Macbeth y a Ricardo III, las caras de los muertos se le aparecerían en el insomnio, surgiendo de la niebla de sus estadísticas, seres humanos reales cuya consistencia corporal descubría cuando ya era demasiado tarde. Confesó que lo más sorprendente de la guerra era que en ella nada podía predecirse; que los bombardeos contra civiles inocentes en Japón o en Vietnam eran crímenes contra la humanidad, aunque se planificaran tan asépticamente en una oficina como las cifras de producción en una fábrica de coches. Yo imagino a Robert McNamara en sus caminatas de viejo trastornado por Washington y casi lo estoy viendo con su gabardina y su camisa por fuera y sus zapatillas viejas de deporte contra la profundidad en negro de un escenario.

In Retrospect: The Tragedy and Lessons of Vietnam. Robert S. McNamara. ‘Vintage’, 1996. 576 páginas.

El arrepentimiento de Mc Namara

Norman Birnbaum
El País 15/07/2009

La brillante trayectoria del secretario de Defensa de Kennedy, que falleció hace poco, quedó empañada por su papel en el desastre de Vietnam. Pero fue un político de talento, un reformista social y reconoció sus errores

Si John F. Kennedy viviera, tendría 91 años. La muerte de su secretario de Defensa, Robert S. McNamara, a los 93, nos recuerda el periodo de Kennedy y sus agitadas contradicciones. No fue él, sino Dwight D. Eisenhower, quien inició la intervención estadounidense en Vietnam. Kennedy amplió la participación y luego tuvo dudas; y fue asesinado antes de poder cambiar de rumbo, quizá porque estaba pensando hacerlo.

Otros estadistas de más edad, como Eisenhower, presidieron la gran expansión de la influencia y el poder de Estados Unidos que hoy está llegando a su fin; los más jóvenes que habían luchado en la II Guerra Mundial, como Kennedy y Robert S. McNamara, se consideraban sus herederos, con la responsabilidad concreta de aumentar el patrimonio familiar.

Lyndon B. Johnson, a quien McNamara sirvió con tanta fidelidad como había servido a Kennedy, fue el enlace entre las dos generaciones. Protegido de Franklin D. Roosevelt, era una criatura del New Deal y fue un reformista social ambicioso y emprendedor antes de lanzarse a la aventura -luego desastre- de Asia. Un desastre que se produjo mientras la nación se encontraba en un momento de gran caos interno.

El movimiento afroamericano de los derechos civiles, la revuelta en las escuelas y universidades y el movimiento feminista se unieron en las protestas contra la guerra. Paradójicamente, en el Ejército enviado por un país muy próspero (que asimismo había comenzado una guerra contra su propia pobreza) a erradicar el nacionalismo revolucionario de Vietnam había integración racial (aunque también tensiones raciales).

Cuando Lyndon B. Johnson se dio cuenta de que no era posible detener ese nacionalismo revolucionario, cayó en una depresión que acabó empujándole a abandonar la presidencia. Más tarde dijo que, si se hubiera retirado de Vietnam, habría tenido que sacrificar su programa de política interna.

El pacto que llevó a los partidarios de la reforma social a apoyar el imperialismo americano, mucho antes de las angustias de Lyndon B. Johnson, fue un acuerdo sincero. Los reformistas creían verdaderamente en que Estados Unidos tenía la misión de redimir al mundo, una misión en la que el progreso dentro de sus fronteras legitimaba sus esfuerzos (a veces, por desgracia, incomprendidos) para liberar a otros tanto de las fantasías revolucionarias como del atraso tradicionalista. Las fundaciones y universidades en las que John F. Kennedy reclutó a sus asesores, y de las que también salieron ideas y personas que acabaron en el Gobierno y el Congreso, tenían una visión estadounidense de la historia contemporánea. Era el gran escenario de la «modernización», un proceso en el que cualquier nación que tuviera la oportunidad preferiría progresar hasta ponerse a la altura de Estados Unidos.

Entre los atributos de la «modernización» que tanto gustaba a la generación de Robert S. McNamara estaba una versión estadounidense de la idea napoleónica de «una carrière ouverte aux talents» [una carrera abierta a la gente de talento], mientras que la Revolución Francesa y los regímenes que la sucedieron quedaban totalmente sin mencionar.

McNamara creció durante la Gran Depresión, en circunstancias modestas. No estudió en Harvard, como el acomodado Kennedy, sino en la gran universidad pública de Berkeley, California, y reconocía que su ascenso había sido posible gracias a las ideas decimonónicas de dar más oportunidades sociales, plasmadas en las universidades públicas estadounidenses.

Su turno de emprender reformas sociales no le llegó hasta que Lyndon B. Johnson prescindió de él como secretario de Defensa (por atreverse, por fin, a decirle que acabara con una guerra imposible de ganar) y lo colocó como presidente del Banco Mundial. Allí dirigió una enérgica campaña contra la pobreza mundial y adoptó, antes que otros muchos, la sensatez ambiental.

Los principios de la trayectoria de McNamara fueron brillantes pero políticamente convencionales: profesor en la Escuela de Empresariales de Harvard y un periodo en la compañía automovilística Ford, de la que llegó a ser presidente. Durante la guerra estuvo en la Fuerza Aérea y participó en la preparación de los bombardeos de Japón.

Se identificaba con la racionalidad tecnológica y la confianza en la dependencia de las cosas tangibles que constituyeron un gran instrumento del progresismo de Estados Unidos. El progreso consistía en la reinvención constante del mundo, y por eso tantos estadounidenses que querían mejoras sociales se sentían atraídos por la doctrina del proceso universal de «modernización». Cuando McNamara pasó del Pentágono al Banco Mundial, mantuvo durante mucho tiempo ese mismo esquema intelectual.

Quienes hayan leído el retrato que hace Max Weber de los calvinistas pueden reconocer en McNamara a un puritano de los tiempos modernos, un disciplinado e implacable servidor de la voluntad del Señor. Durante un tiempo participó activamente en su Iglesia, perteneciente al mayor grupo calvinista de Estados Unidos, los presbiterianos, que, como todas las Iglesias del país, sufrió tremendas divisiones a propósito de la guerra de Vietnam. Pero, por la razón que fuera, la adhesión pública de McNamara a su Iglesia fue disminuyendo.

En 1995, 20 años después de la expulsión de los estadounidenses de Vietnam y 27 después de dejar el Pentágono, McNamara publicó In retrospect: the tragedy and lessons of Vietnam (Retrospectivamente: la tragedia y lecciones de Vietnam). Es el reconocimiento, infrecuente en los personajes históricos, de su responsabilidad por una serie de errores y desastres y, como tal, es excepcional. Se expuso al juicio de sus contemporáneos en un acto de contrición acorde con las tradiciones de la dura moral puritana. Muchos reaccionaron con dureza. ¿Qué autocríticas vamos a poder oír de George W. Bush, Dick Cheney y Donald Rumsfeld?

Podríamos ser menos severos. La labor de Robert McNamara al frente del Banco Mundial, donde encargó a Willy Brandt su famoso informe sobre las desigualdades, fue en sí una especie de reparación.

Luego, Robert McNamara apareció en el documental de 2002 The fog of war (La niebla de la guerra), y criticó el unilateralismo de la guerra de Irak. Antes de eso, en relación con el control de armas y el armamento nuclear, había defendido la necesidad de negociaciones para prevenir el uso de armas nucleares.

Como secretario de Defensa había sido un aliado indispensable de John F. Kennedy en su empeño de arrebatar el control de las armas nucleares a nuestros beligerantes generales. Durante la crisis de los misiles cubanos de 1962 ayudó a Kennedy a evitar la catástrofe.

Las necrológicas sobre McNamara, como era inevitable, son ambivalentes. Su arrogancia y su ceguera de los primeros tiempos no fueron exclusivas de él, sino que las compartió gran parte de nuestra clase dirigente. Después de llegar a la cima de la sociedad a base de talento y trabajo, McNamara y sus colegas creían que las experiencias de otros podían enseñarles pocas cosas.

Hoy, una nueva generación de ambiciosos ha llegado a la Casa Blanca. No han tomado aún las riendas del disfuncional sistema de gobierno, pero ya proponen resolver, como en Afganistán, los problemas de otros pueblos. El presidente Barack Obama ha leído sin duda a Robert McNamara, y es capaz de encontrar su propio lugar en la historia que a los estadounidenses más les cuesta comprender, la suya. La angustia de McNamara se verá recompensada, a título póstumo, si Obama se la toma en serio.

http://mapich.blogspot.com/2009/07/el-arrepentimiento-de-mcnamara.html