Ricardo Becerra
La Crónica
16/08/2020
Imposible olvidar aquella ocasión en la cual el Presidente de un país -que alguna vez fue serio- chacoteaba exclamando “detente” y blandía un par de estampitas de rudimentarias imágenes religiosas, en cadena nacional. Eso, dijo, “lo protegerían” de una enfermedad que ya entonces tenía al mundo (del otro lado del charco) con las patas para arriba.
No era una anécdota, sino un síntoma anímico de México y el mundo. Frente a lo desconocido lo mejor era acurrucarse en la fe, en la esperanza, el buen deseo y los cuentos de hadas que cómo nos enseñaron de niños, al mero final, acaban resolviendo los problemas del mundo.
López Obrador es bastante más que folklor, pero olvídemoslo ahora. Incluso investigadores del más alto rango, instintivamente, se refugiaron en visiones y previsiones que compartían ese talante: la expectativa mágica y optimista, sin anclas en los mensajes que provenían de la dura realidad, ya desde diciembre. Pero miren si no.
La epidemia sería específicamente China o cuanto más, asiática. Las primeras reacciones de los epidemiólogos en occidente, acotaban el problema en ese continente, allende el Índico y el Mar de Japón. Según ellos, el nuevo coronavirus sería un fenómeno autóctono y asiático https://tinyurl.com/y6jvh8la
Luego, se impuso la versión según la cual la epidemia no seria más grave que la influenza, no mas grave que el SARS-Cov-1. Y de esa suerte, se instaló cómodamente uno de los errores de cálculo más serios que nos tiene contra cuerdas: bastan los instrumentos, modelos y acciones que habíamos tomado ante la fiebre porcina, para controlar este, el nuevo coronavirus. Algo rematadamente erróneo.
Como consecuencia se calculó que la epidemia del nuevo bicho podría sortearse como las otras, en cuarenta días -y mejor- en los catorce días que dura su ciclo una vez anclada dentro de la biología humana. Por eso los gobiernos se sintieron con autoridad para pre-fechar y para predeterminar un día de inicio y otro de terminación del confinamiento. Como podemos comprobar, esa peste no desapareció en ningún cálculo predefinido, dada la intensidad de la interacción global, social, personal, y por el contrario, cada catorce días se añadió una nueva, vasta, cadena de contagios.
El mal cálculo siguió produciendo malas medidas, o más bien, medidas que se quedaron cortas. Según ese pensamiento, los preceptos drásticos y obligatorios no eran necesarios. Aquí y allá, presumíamos retiros y encierros “voluntarios”, cooperación espontánea, buenaventura ciudadana. El resultado en México y en casi toda Latinoamérica es que las cosas se pusieron peores luego de las jornadas de confinamiento instrumentadas, justo, para reducir contagios. No hubo un antes y un después de esas jornadas. La epidemia siguió casi indiferente, su marcha horrible y ascendente, a pesar de los costos que supuso el confinamiento.
La ciencia descubrió que el nuevo coronavirus viaja sobre todo en el aire para introducirse en tu boca o tus narices. Centenas de estudios son concluyentes en todo el mundo y por lo tanto el cubrebocas debe ser parte de la política sanitaria, obligatoria y para todos en los próximos meses (quizás años). Pero el pensamiento mágico rumia: el cubrebocas es auxiliar, no determina la situación de contagio.
Finalmente: tendremos la vacuna con seguridad y ya está aquí, gracias a la diligencia del señor Slim. Otra esperanza, otra hipótesis que no tiene garantía y su realización, de ocurrir, no llegará en lo que resta del año 2020. En cambio, nuestra certeza es que tendremos otros miles y miles de contagios y de muertes, sin política que los controle.
Podemos optar por los embelesos y las ilusiones del pensamiento mágico. Pero de este tiempo oscuro, no vamos a salir como no sea con las armas de la evidencia, la pura ciencia y la razón.