En el mundo de clichés que el presidente López Obrador modela todos los días, él mismo se califica sin modestia alguna. De las muchas maneras como se ha definido a sí mismo, quizá la más significativa es la que le contó al periodista Ricardo Rocha poco antes de las elecciones del año pasado.
“AMLO: …lucho para que haya una auténtica democracia en el país. Y que podamos llevar a cabo una utopía, un sueño que queremos construir aquí en la tierra, ya para que digan que soy…
Rocha: muy religioso.
AMLO: ¡Mesiánico!
Rocha: Mesiánico también.
AMLO: De remate mesiánico. Y que queremos construir aquí en la Tierra el reino de la justicia…”
El periodista publicó esa conversación el pasado 6 de noviembre en El Universal. La autodescripción de Andrés Manuel López Obrador explica o confirma, al menos en alguna medida, el ensimismamiento y el autoritarismo con los que ha gobernado durante un año. Un presidente auténticamente democrático escucha y dialoga, en las opiniones distintas a las suyas no encuentra antagonistas sino oportunidades de intercambio; en las instituciones no subordinadas a su gobierno identifica posibilidades de solidificación del Estado. En cambio un presidente que se considera depositario de una voluntad superior al Estado y a la sociedad únicamente atiende a sus creencias y al interés para impulsar un proyecto personal. No procura intercambios sino asentimientos, como hizo una y otra vez ayer domingo en la conmemoración que se organizó por sus primeros doce meses en el gobierno. Alguien que supedita sus actos —y su propia identidad— a una convicción religiosa no acepta ninguna otra opinión. De allí la antidemocracia de López Obrador y su rechazo a la pluralidad.
Mesiánico es el que está relacionado con el Mesías, es decir, con el salvador de un pueblo —como Cristo que, según el Nuevo Testamento, fue enviado por Dios para liberar a los hebreos—. El mesías es ungido por designio divino. El mesianismo, por derivación, es la actitud de quienes se presentan ante sus sociedades como los salvadores en situaciones críticas.
El mesianismo, en política, es el estilo de los dirigentes, y la aquiescencia de quienes los siguen, que anteponen el culto a un personaje, la descalificación sin argumentos de todos aquellos que no coinciden con él y el intento para someterlo todo (instituciones, leyes, soberanías, intereses de otros sectores) a las decisiones o los caprichos de ese líder. El mesianismo es una forma primitiva del populismo o una derivación que, más que los intereses de las personas, reivindica un proyecto suprasocial. O, visto de otra manera, el populismo condensa las actitudes y coartadas políticas que le permiten al líder mesiánico relacionarse patriarcalmente con la sociedad y, a la vez, construir un discurso en el que se justifica.
En religión el mesianismo se legitima en el dogma; es decir, en la fe que se deposita en una colección de mitos a los que se toma como verdaderos. Numerosas religiones han propuesto figuras mesiánicas para suscitar la esperanza de sus creyentes. En todas ellas el mesías es el redentor cuya llegada traerá felicidad y justicia y el advenimiento mesiánico está precedido de largas temporadas de sacrificio y sufrimiento de la gente. Se necesita una enorme vanidad, y una buena dosis de irrealidad, para que alguien considere que es enviado de Dios. Por eso resulta muy inquietante la descripción que hace de sí mismo el actual presidente.
En vista de las aficiones y convicciones que López Obrador se empeña en propagar, se puede considerar que cuando se describe como mesiánico no piensa en las implicaciones políticas de ese término sino en las de carácter religioso. Cuando emplea ese calificativo se coloca más allá de las circunstancias y la justicia terrenales. Esa vocación mesiánica es grotesca e irracional, pero así la asume el presidente de la República.
Los rasgos mesiánicos del liderazgo de López Obrador fueron identificados por Enrique Krauze en el célebre ensayo que publicó en junio de 2006 (“El mesías tropical”, en Letras Libres). “Yo soy muy demócrata y muy místico, estoy en manos de la gente”, decía el ahora presidente. Para Krauze, en declaraciones como ésa, “no había sombra de cinismo… había candor, el candor de un líder mesiánico que, para serlo cabalmente, y para convocar la fe, tiene que ser el primero en creer en su propio llamado. No se cree Jesús, pero sí algo parecido”.
Las creencias religiosas explican, pero no justifican la insensatez y mucho menos la intolerancia. El “algo parecido” que veía Krauze lo ratifica López Obrador en sus homilías cotidianas: no argumenta, ni explica, ni discute. Simplemente dictamina, señala y pontifica a partir de lo que él ha resuelto que es adecuado. Una cosa es que desde el análisis crítico se reconozcan los rasgos mesiánicos de López Obrador. Otra, que él mismo se adjudique ese calificativo.
La doctora Anna Marta Marini, de la Universidad de Alcalá, ha encontrado que en los mensajes de López Obrador hay una mezcla de elementos que va “de las referencias a valores cristianos a la remisión a tradiciones priistas a través de consignas típicas del presidencialismo y nacionalismo mexicano”. El carácter mesiánico de ese discurso es articulado tanto por imágenes como las que aparecen en las escenografías de sus apariciones públicas como por términos que remiten a emociones religiosas. Además, “explota sentimientos identitarios y espirituales, apelándose a valores supuestamente compartidos por la nación entera y a un pasado mitificado cuya narrativa ha sido evidentemente endulzada. De hecho, el uso instrumental de la historia nacional y la manipulación de la narración historiográfica son elementos claves al soporte del discurso morenista, en pos de la aprobación popular y de la construcción de argumentaciones —emocionales más que lógicas— de carácter nacionalista”.
Esa investigadora considera: “La característica más asimilable con la tradición populista latinoamericana es la dimensión mesiánica e implícitamente religiosa del discurso de López Obrador. Si bien la mayoría de sus actitudes y de las idiosincrasias que estructuran su personaje discursivo se acercan a un nuevo populismo internacional, su carácter salvador añade un valor espiritual a su papel político como líder” (“El mesías tropical: aproximación a fenómenos populistas actuales a través del discurso de López Obrador” en revista Chasqui, CIESPAL, Quito, marzo 2019).
El empleo de invocaciones religiosas es frecuente en dirigentes políticos de variadas coordenadas ideológicas, pero siempre implica la preeminencia de la emoción sobre la razón. Todos queremos confiar en lo que ha de venir aunque, si somos realistas, a menudo los asideros para la esperanza política son escasos. De hecho, la confianza en la política es el reemplazo secular de las viejas creencias religiosas, según la explicación que el apreciado politólogo Norbert Lechner daba al desencanto en las sociedades contemporáneas. Toda la política, decía ese pensador, descansa en ilusiones pero no como engaños sino como proyectos de futuro. A diferencia de la política sustentada en la realidad, la religión propone una redención más allá de la razón y la experiencia. “Las políticas redencionistas suelen así desembocar en una visión esteticista y moralizante de la política, cuando no en el terrorismo… El objetivo no es cambiar las condiciones existentes, sino romper con ellas” (Los patios interiores de la democracia, FCE, 1990). Al asegurar, como ayer en el Zócalo, que ahora el pueblo es “el que verdaderamente gobierna”, López Obrador se presenta como sujeto de un destino inexorable, que le confiere una infalibilidad que, en esas coordenadas, resulta incontestable.
Las creencias del presidente tendrían que ser un asunto solamente suyo. Pero cuando intenta explicarse a sí mismo como encarnación de una voluntad divina, esas creencias del licenciado López Obrador son motivo de preocupación para los ciudadanos. Más allá de tales convicciones y de las fuentes religiosas en las que abrevan, sus consecuencias serán más o menos extendidas de acuerdo con el efecto que tengan en la sociedad. Andrés Manuel López Obrador puede suponer que tiene una misión y atributos mesiánicos pero esas creencias no son compartidas por la mayoría de los mexicanos, por muchos motivos. En las tradiciones religiosas el mesías promete la bienaventuranza después de que la gente ha experimentado épocas de privaciones. En cambio el supuesto mesías que tenemos ante nosotros no ha resuelto los problemas esenciales del país, no tiene rumbo ni soluciones y cada día —así hemos llegado a un año— se agota la capacidad de sus promesas para mantener la esperanza de quienes quisieron creer en él. Tenemos ante nosotros a un mesías de pacotilla.