Ciro Murayama
El País
02/06/2015
Este domingo 7 de junio 83,5 millones de mexicanos están llamados a votar. Se elegirán los 500 diputados que integran la Cámara de Diputados, en 16 entidades federativas se definirán los congresos locales y los ayuntamientos, y en 9 estados de la República también se elegirá la gubernatura. En total, hay 2.179 cargos de elección popular en disputa.
Estas elecciones ocurren en un momento histórico complicado. A los ancestrales problemas de pobreza y desigualdad —el 51% de la población vive por debajo de la línea de bienestar básico y el 20% padece inseguridad alimentaria, aun cuando el país es considerado de ingreso alto por el Banco Mundial— se agrega que la economía que durante tres décadas ha crecido por debajo del promedio global durante tres décadas.
Además, en los últimos años ha habido un drástico incremento de la violencia y la criminalidad, así como una espiral de escándalos de corrupción e impunidad. No sorprende que el desencanto hacia las instituciones, el mal humor y el hartazgo colmen el ambiente mexicano.
Las elecciones competidas que en México, al igual que en buena parte de América Latina, fueron vistas hacia fines del siglo XX como la ruta hacia un nuevo estadio de libertades y derechos, hoy son despreciadas o cuestionadas desde diversos sectores de no escasa influencia. Se llama al voto nulo, pasando por la invitación a la abstención y, en el extremo, se plantea el boicot a las elecciones impidiendo la instalación de casillas.
La campaña para anular el sufragio tiene su origen en sectores críticos ubicados en la clase media y alta, con acceso a los medios de comunicación y fuerte presencia en las redes sociales. La invitación a no votar asume que todos los partidos son iguales en lo esencial y que no hay alternativas reales entre las cuales optar.
Si bien en términos legales tendrá poco efecto el voto anulado —los cargos los decidirán los votos válidos—, no deja de ser llamativo que esta campaña surja en elecciones intermedias, es decir, cuando se elige el Congreso y no cuando se define la presidencia. Los promotores del voto nulo no escapan de una cultura política presidencialista y de minusvaloración del parlamento como el espacio privilegiado para la expresión de la pluralidad política de la sociedad.
El polo de quienes llaman al boicot electoral está constituido por actores de muy diversos reclamos y manifestaciones —en especial por la disidencia del sindicato magisterial, pero también por núcleos autodenominados anarquistas— cuya apuesta más inquietante es extender la noción de que es legítimo, en la defensa de causas o intereses propios, conculcar el derecho al sufragio de los demás ciudadanos.
En México, la larga historia de desconfianza en las elecciones organizadas por los gobiernos dio lugar a la creación de una autoridad electoral autónoma y a un complejo proceso de organización comicial que implica convocar a los electores a hacerse cargo de las mesas de votación.
Para el domingo 7 de junio, se tiene previsto instalar casi 150 mil casillas electorales, que serán operadas por un millón 200 mil ciudadanos seleccionados al azar y capacitados por el Instituto Nacional Electoral. Así que, pese a las dificultades, México está en condiciones de que sean los ciudadanos, votando, quienes definan quien los gobierna y los representa.
Ninguno de los desafíos del país —pobreza, desigualdad, violencia y corrupción— tendrá una salida sencilla, pero no será renunciando al ejercicio del sufragio, única vía para la renovación pacífica del poder, como México navegará hacia un mejor destino.