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El debate público

México: la ratificación democrática

 

 

 

Ciro Murayama

El País

10/07/2018

El domingo 1 de julio 56,6 millones de mexicanos acudieron a las urnas (el 63,4% del electorado). Más de la mitad, 30 millones (53%) dio su apoyo al opositor Andrés Manuel López Obrador. De las cuatro elecciones presidenciales que México ha celebrado en lo que va del siglo XXI, en tres se han producido alternancias: en 2000 hacia el centro derecha después de 70 años de gobiernos del PRI; en 2012 se le dio una nueva oportunidad al PRI ubicado en el centro, y ahora en 2018 con claridad se opta por la izquierda. En menos de 20 años, todo el espectro político ha estado en condiciones de hacerse, a través de vías institucionales y pacíficas, con el poder.

Así que, más allá de la sorpresa que pudo causar la contundencia del triunfo de López Obrador, lo cierto es que las condiciones para un cambio de gobierno estaban dadas por un sistema electoral que desde fines del siglo XX permitía una y otra vez hechos políticos que solo ocurren en democracia. A partir de 1997 el presidente de la República, otrora vértice y árbitro de la vida nacional, había perdido el control de la Cámara de Diputados; lo mismo ocurrió con el Senado desde el año 2000, lo que hizo efectiva la división de poderes y los contrapesos del Legislativo al Ejecutivo. En 1989 por primera vez ganó la oposición una gubernatura (Baja California), mientras que entre 2014 y 2018 de 33 elecciones a gobernadores en 21 casos ganaron candidatos opositores, lo que arroja un índice de alternancia de 63,63%, el más alto de la historia, por lo que el federalismo político y la autonomía local respecto a los designios presidenciales son una realidad.

México, entonces, no adquirió su condición democrática con la elección de este 1 de julio, sino que la preexistencia de normas e instituciones democráticas permitieron que la ciudadanía ejerciera su voto de castigo una vez más ante un gobierno de resultados insatisfactorios y que las minorías pudiesen convertirse en mayoría. De nuevo, cosas que solo suceden en democracia.

El partido político que llevó a López Obrador al gobierno, Morena, obtuvo su registro apenas en 2014 y se presentó por primera vez a las urnas en la elección federal de 2015, obteniendo el cuarto lugar con 8,3% de los votos a la Cámara de Diputados por detrás de los tres partidos que protagonizaron la transición: PRI, PAN y PRD. Con los resultados de 2018, dos partidos políticos nacionales están por perder su registro por no alcanzar al menos el 3% de los votos: Nueva Alianza y Encuentro Social. De esta forma, se confirma que en México el sistema de partidos está abierto a través de una puerta giratoria: entran nuevos actores, que incluso pueden hacerse con el gobierno nacional, y se van los que no tienen suficiente respaldo.

Los comicios de 2018 en México fueron organizados por el Instituto Nacional Electoral, que convocó a un millón 400 mil ciudadanos voluntarios, que primero fueron sorteados y después capacitados, para instalar 156.000 mesas de voto y contar los sufragios. La elección fue un éxito organizativo gracias a la confluencia entre el trabajo de una institución electoral autónoma y una ciudadanía responsable y participativa.

En el México predemocrático, se citaba con mucha frecuencia el célebre y breve cuento del genial Tito Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Para bien, ahora podemos decir que si en México nos despertamos con alternancia es porque la democracia ya estaba aquí.