Ricardo Becerra
La Crónica
21/02/2021
La crisis de la pandemia ha exhibido -a nacionales y al mundo- nuestras debilidades gubernamentales y administrativas… nuestro mal gobierno. Pero la violencia y el maltrato a las mujeres ha venido a exhibir -además- las limitaciones políticas, ideológicas y también morales del gobierno de López Obrador.
Ambos son asuntos principalísimos de la vida mexicana actual y en ambos, el Estado mexicano sigue dando tumbos, fracasando, de manera estrepitosa.
La cosa es dramática con la gestión de la pandemia (tomen ustedes el indicador que quieran: contagios, hospitalizaciones, muertes, muertes del personal médico, letalidad, número de pruebas, adquisición o aplicación de las vacunas, etcétera, siempre entre los peores del mundo) y estaremos hablando de una ineptitud pasmosa.
Pero con el drama social de las mujeres mexicanas, debemos hablar de otra cosa: indolencia, indiferencia, incomprensión a un tema que, en realidad, no tiene porque distraer las superiores prioridades del gobierno.
Fíjense bien: el presidente podía haber dejado al dirigente de Morena la ingrata misión de defender al acusado por violación (Félix Salgado Macedonio); podía haber elaborado una vocería entre sus más fieles portavoces en el partido. Pero no fue así. López Obrador decidió asumir personal y decididamente la defensa de su candidato a la gubernatura de Guerrero.
No quiero arriesgar intenciones ni motivaciones de Palacio (esas ya vendrán), pero es bastante obvio que esta semana, por esa decisión, se acabó de esculpir sobre piedra un nuevo antagonismo en la sociedad mexicana: el antagonismo entre millones de mujeres que han vivido la experiencia del agravio (violadas, golpeadas, maltratadas, humilladas, discriminadas) y el movimiento feminista -especialmente dentro de la case media- que las expresa y argumenta, ahora colocadas frente al Presidente de la República y su gobierno.
Creo ver allí, el hecho político fundamental en estos días: a la fractura y desafecto que se abre consistentemente por la mala gestión de la pandemia, se agrega ahora una fractura de más larga data (cultural, social y política) del gobierno contra las mujeres. No escucha, no defiende, no comprende una de las tragedias sociales más evidentes, amplias, abiertas, particularmente multiplicadas desde 2007 y cuyo impacto ya es incalculable: la violencia en contra de ellas.
El asunto es de la mayor importancia porque el maltrato a las mujeres es un lastre ya insoportable por si mismo; porque parecía ser una de las banderas de la coalición morenista y porque genuinos grupos feministas se adhirieron a ese gobierno con una esperanza. De un manotazo, López Obrador les mostró que no.
Lo cuál exhibe -a las claras- que el Presidente y los dirigentes del grupo gobernante no han asimilado el cambio ideológico, de consciencia, entre los jóvenes y entre la clase media, quienes asignan mucha más importancia a las cuestiones de género y que interpretan la violencia en contra de las mujeres como un asunto decisivo, no colateral ni subordinado a otros. El reclamo feminista (que es real) no está supeditado a la cuarta transformación (que sobre todo, es delirio).
La violencia contra las mujeres y los señores que la encarnan, son un problema sistémico que en estos días han encontrado al personaje concreto, de modo que Salgado Macedonio se ha vuelto expresión de la injusticia, de una situación agraviante, ahora directamente respaldada por el gobierno. La cuestión cambia dramáticamente para volverse un enfrentamiento entre el feminismo y el Presidente, entre una demanda social justa y el Estado que empieza a hacerse viejo, igual al status quo que alguna vez dijo combatir.
En su obsesión por polarizar, por dividir en dos a la política y la sociedad mexicanas, la semana que pasó, López Obrador decidió colocar en el bando de “sus adversarios”, a la demanda más sentida, más legítima y más moderna que recorre hoy, a las mujeres, a la juventud y buena parte de la consciencia y la ética de la sociedad mexicana.