Ricardo Becerra
La Crónica
21/07/2024
¿Estados Unidos, fascista? En los años treinta del siglo pasado ese no era un riesgo remoto o fácilmente descartable (como tampoco lo es ahora) más bien era una pulsión que flotaba en la atmósfera política, en el húmor de ciertos grupos, retratado en las “Uvas de la ira” de Steinbeck y sobre todo en ese libro del primer premio nobel norteamericano, Sinclair Lewis. La instalación populista y -más allá- la propagación fascista, estaban en el menú de la historia posible e inmediata y Lewis lo capturó mediante instantáneas en “Eso no puede pasar aquí”. En el período de la gran depresión “no había quedado más respuesta, sólo un montón de imágenes rotas” en palabras de T. S. Eliot.
Juzguen si no. Después del crack de octubre de 1929, el producto interno bruto de Estados Unidos volvió a caer 8.5 por ciento en el treinta; 6.4 en el treinta y uno, y ya en el abismo -fruto de la increíble ceguera de los adoradores del libre mercado, esos que creen que las cosas se componen solas, con el presidente Hoover a la cabeza- volvió a hundirse un ¡12.9 por ciento! en 1932. Quiero decir: Estados Unidos había perdido la tercera parte de su riqueza producida, antes de la llegada de F.D. Roosevelt a la presidencia del país, en febrero de 1933.
Una cuarta parte de la población no encontró trabajo durante ese cuatrienio y a su vez, sólo una cuarta parte de estos, podían recibir alguna ayuda miserable del gobierno. La agricultura colapsó y una tercera parte de los agricultores abandonaron su actividad por que nadie demandaba sus productos. Cinco mil instituciones financieras habían quebrado y el comercio mundial se contrajo en 66 por ciento. Un derrumbe general del sistema económico y con él, del sistema político comenzando por el de Estados Unidos, salvo por un detalle radicado en el futuro: habría elecciones a fines del 32 y Roosevelt acabaría llegando a la Casa Blanca con el 57.4 por ciento de los votos.
No era como las crisis anteriores en las cuales la gente era capaz de reconocer, razonablemente, que lo peor ya había concluido. Lo más singular de esa catástrofe es que “lo peor, empeoraba continuamente” (Galbraith).
La tarde del 4 de marzo de 1933, el nuevo presidente apelaría a varias fibras que esperaban ser tocadas en un momento de tanta desolación y desconcierto: confianza, acción, sentido de la urgencia, intervención del Estado sin inhibiciones, corregir los abusos de los causantes de la crisis (banqueros y monopolios), política de buen vecino, “poner a todo el pueblo a trabajar” y desechar el miedo que ha paralizado a la nación.
El discurso tuvo repercusiones en su país y en el resto del mundo, hacia unas y otras direcciones en un ambiente de preguerra. Un tal Benito Mussolini, en Il Giornale d’Italia no tardó en apuntar, esperanzado: “Las palabras del presidente Roosevelt son claras y no exigen interpretación alguna para hacer que aun el sordo escuche que no sólo Europa, sino el mundo entero, necesita una autoridad ejecutiva capaz de actuar con vastas facultades y reducir las ambiguas habladurías de las asambleas legislativas. Este método de gobierno bien puede definirse como fascista”.
No era ese el camino, por supuesto, y también por eso es tan significativa esta historia: a pesar de ser el epicentro absoluto de la crisis mas devastadora de la historia del capitalismo, EU demostraba tener las reservas políticas para encauzar el desastre vía las elecciones, la colaboración de poderes, congreso, estados federales, en una palabra, a través de la democracia. En ese mismo discurso, un Rossevelt imperativo dijo: “…convocaré urgentemente a un nuevo congreso en sesión extraordinaria, a fin de qué se consideren detalladamente las medidas necesarias para alcanzar estos propósitos y buscaré el apoyo inmediato de los diversos estados” (Boorstin, Daniel. Compendio histórico de los Estados Unidos. FCE, 1997).
Hasta ese momento, no había un programa hecho, pero estaba claro que se necesitaba un plan masivo, económico y social, para reanimar el consumo, la inversión y reordenar el sistema financiero y productivo de Estados Unidos. Intervenir, corregir, regular donde fuera necesario. Y así abandonó el patrón oro, devaluó el dólar para favorecer las exportaciones agrícolas, obligó a la banca a asegurar los depósitos, se subsidió a los agricultores, se realizaron las más ambiciosas obras públicas hasta entonces ejecutadas que emplearían a millones y se crearon instituciones de control al libre mercado (la Ley Nacional de Recuperación Industrial), la que creó al seguro de desempleo (Ley de Seguridad Social) y luego, la del mercado laboral (Ley de Normas Laborales Justas) que a su vez creó al salario mínimo. Rápidamente, sin programa preconcebido, aprendiendo sobre la marcha como respuesta a los problemas reales, presentísimos y contingentes, el Estado de Bienestar en Norteamérica se estaba abriendo paso, aunque nadie le llamara aún por ese nombre.
No fueron mieles sobre hojuelas y en no pocas ocasiones el presidente tuvo que aliarse con estados donde se practicaba una cruel segregación, pero dentro del marco esencial de la Constitución y sus enmiendas, discutiendo con los gobernadores y dialogando con los partidos y los legisladores.
El mundo no había visto nada igual por su determinación ni por su tamaño. El gasto público cobró una dimensión inimaginable unos pocos años antes y al cabo, casi no quedaron áreas de la economía y de la sociedad que no fueran sujetas a intervención: desde el empleo hasta las pólizas de seguro, desde la industria eléctrica hasta el comercio exterior.
Y el ejemplo cundió. Programas de gasto público similares se reprodujeron en Inglaterra, Francia y Alemania, mientras una gran parte de la diplomacia y de los políticos norteamericanos con los que los europeos trataban en aquellos años, fueron bautizados como newdealers: nuevos creyentes, defensores del Estado en tanto planificador, coordinador, promotor, árbitro, proveedor, regulador y guardían. Una generación y una concepción de la economía y la sociedad que cambió para siempre y para bien, al capitalismo estadounidense
Sin coqueteos con ningún fascismo ni totalitarismo, desde los escombros de la Gran Depresión, cuando solo cabía esperar lo peor sobre lo peor, ese país pudo reformarse drásticamente y sin abandonar nunca la maquinaria tradicional de su democracia.
Conviene al menos, recordarlo.