José Woldenberg
Reforma
25/05/2017
Observar una fiesta de niños de dos años resulta un agasajo. No se «pelan», cada uno está en lo suyo, el entorno parece que fuera inexistente. Ensimismados, los otros les importan poco y da la impresión que su propia imaginación les basta y sobra para moverse por su mundo. Se trata de un desorden natural, que fluye sin problemas, salvo cuando algún adulto se entromete o cuando dos de ellos quieren lo mismo. De no ser así, el desorden resulta gozoso. Luego del desfile de Carnaval, en el que los grupos marchan uno tras otro, empieza lo bueno: el trago corre por las calles, la música suena, el baile se expande, los «ligues» no se hacen esperar y cada cual, desinhibido, vive sus sueños y fantasías. Es el desorden eufórico, radiante y esférico que solo puede otorgar la auténtica fiesta. El desorden tiene su encanto. Ni quien lo dude.
Pero nadie festejaría el desorden en un concierto sinfónico. Ahí de lo que se trata es que cada uno de los ejecutantes sea una pieza integrada con el resto. El director no de casualidad lleva la batuta y su primera meta es ordenar, armonizar, el concierto. Fellini, en su Ensayo de orquesta, jugó con la idea de músicos absolutamente libres y por ello sin compromiso con el resto. ¿Un divertimento sobre la imposibilidad de generar algo medianamente audible en medio de la anarquía? Algo similar debe acontecer en el quirófano. Se requiere de un orden que haga posible que los esfuerzos individuales del médico, la anestesista, las enfermeras y demás, ofrezcan los logros esperados.
Larga e innecesaria introducción. Pues bien, la sociedad no es ni un carnaval ni un quirófano, ni un reventón de bebés ni una sinfónica. Pero el gobierno de la sociedad sí requiere y reclama de orden. Ese orden puede ser democrático o autoritario. Pero el desorden en un conglomerado tan masivo, contradictorio, tenso y difícil de armonizar, causa estragos sin fin.
El Estado mexicano post revolucionario logró domar a sus Fuerzas Armadas subordinándolas a un mando civil, y al mismo tiempo forjó una estabilidad autoritaria, a través de un pacto corporativo, en cuya cúspide se encontraba el Gran Árbitro de la Nación: el Presidente de la República. Sé que simplifico, pero de cara a lo que sucedía en América Latina, donde golpes de Estado se sucedían a periodos precarios de democracia, México logró estabilidad y crecimiento económico, sacrificando libertades y restringiendo los márgenes de actuación de las fuerzas contrarias al establish- ment de entonces.
El proceso de tránsito democrático -tan mal comprendido- consistió en deconstruir la antigua pirámide de poder y abrir el cauce para la expresión y recreación de la pluralidad política. Se acabó -en buena hora- la Presidencia omnipotente y también el partido hegemónico. Las elecciones se convirtieron en momentos sustantivos para decidir quién debía gobernar y quién legislar y los medios (antes alineados al oficialismo) se abrieron para recrear una cierta pluralidad. Personas, colectivos, organizaciones, ampliaron sus márgenes de libertad, colocaron sus preocupaciones y agendas en el escenario público y se desterró la vieja y perniciosa tradición de las unanimidades ficticias frente al «régimen». Vivimos, pues, en un concierto de voces disonantes que develan la diversidad y dificultad de nuestra coexistencia. Y de eso se trataba.
No obstante, no se ha logrado edificar un orden democrático. Contamos con la cara expresiva de la democracia, pero no con la que logra que la diversidad de apuestas coexista en un marco de civilidad, permitiendo el gobierno y generando un orden. Están los poderosos sujetos que actúan al margen de la ley (bandas delincuenciales, huachicoleros, gobernadores o funcionarios rateros), pero muchos de los actores institucionales operan también como si sus intereses y proyectos fueran los únicos en el escenario y no se sienten comprometidos con el resto. Son expresiones del fracaso por construir un orden pluralista.
El problema, me temo, es que hablando de una sociedad, ningún desorden es superior al orden. La democracia requiere un basamento de orden para que florezcan las libertades. El autoritarismo construye orden suprimiendo las libertades. Ante el desorden, hay de dos sopas: orden democrático o autoritario. Más nos vale que los primeros ganemos la partida.