Jorge Javier Romero Vadillo
Sin embargo
04/08/2016
El gobierno de Enrique Peña Nieto está concluyendo con una capacidad gubernativa mermada, en retirada en casi todos los frentes. Vapuleada su Reforma Educativa por la irredenta CNTE, frustradas sus ilusiones de que la Reforma Energética traería inversiones ingentes y bajadas de precios en la electricidad y la gasolina, expuesta en su fantasía de que las trabas a la creación de empleo se terminarían con una reforma laboral basada en el abaratamiento del despido, diluida su reforma fiscal por el estancamiento de la economía que, en lugar de grandes inversiones en infraestructura anunciadas como detonantes del crecimiento, ha llevado a sucesivos recortes presupuestales.
Vale la pena recordar que al final del fallido gobierno de Felipe Calderón, con el país ensangrentado por su guerra mal planeada y peor enfocada, los augures decían que con el regreso del PRI el país recuperaría una gobernación eficaz. “ellos sí saben hacerlo”, repetían tanto los sesudos analistas como los ciudadanos comunes, entre quienes se esparcía la conseja de que los priistas, si bien robaban, al menos eran eficaces. “Qué regresen los corruptos y se vayan los pendejos” fue una consigna no oficial del clima que llevó a Peña Nieto a la Presidencia. Y los corruptos volvieron…
Como toda conseja, aquella no era más que una paparrucha del sin sentido común, creada por los falsos recuerdos de una arcadia mexicana supuestamente existente durante la época clásica del régimen del PRI. En la realidad, los priistas nunca fueron los grandes gobernantes que algunos imaginan a partir de sus recuerdos infantiles. El régimen del PRI garantizó la paz relativa del país –y con ello propició el crecimiento económico– con base en el reparto patrimonialista de las parcelas de rentas estatales y el control de clientelas. Todos sus gobiernos fueron esencialmente depredadores.
El Estado mexicano de la época posrevolucionaria no resultó otra cosa que la etapa madura de eso que Douglass C.North y sus coautores han llamado, en ese extraordinario libro titulado Violence and Social Orders, “Estado natural”: un orden social de acceso limitado que reparte beneficios entre una coalición estrecha de intereses. Se trata de la forma general que la organización estatal ha adoptado a lo largo de la historia, mientras que los órdenes sociales de acceso abierto son excepciones históricas que se han abierto paso apenas en tiempos muy recientes.
El régimen del PRI durante su época clásica –que arrancó en 1946 y terminó entre turbulencias económicas y políticas en 1982, para entrar en un prolongado proceso de descomposición y desmantelamiento parcial antes de dar paso a un nuevo pacto relativamente más amplio– se fundó en tres pactos sucesivos: el primero, en 1929, logró la pacificación al establecer las reglas para el reparto de parcelas de rentas; el segundo, en 1938, afinó los mecanismos del control clientelista y corporativo de las masas populares; el tercero, en 1946, pactó los términos de la relación con los empresarios dispuestos a ceder rentas a cambio de condiciones para su enriquecimiento.
A pesar de su solidez aparente, el arreglo estatal surgido de esos tres pactos sucesivos tenía enormes debilidades. Su única forma de garantizar la paz era negociando los términos de la desobediencia de sus propias reglas con los diversos grupos sociales. Nunca tuvo el arreglo del PRI la suficiente legitimidad como para imponer las leyes que creaba de manera universal e incontestada. El pretendido Estado de derecho no era más que una ficción aceptada. Todo mundo sabía, poderosos y débiles, que la ley se negociaba directamente con los agentes del Estado, quienes hacían uso privado de su autoridad para beneficiar al mejor postor o ceder ante el que gritaba más fuerte. Los más débiles, los desorganizados o los irredentos, en cambio, eran víctimas de abusos, acababan en la cárcel o, en casos extremos, eran asesinados. La fuerza estatal no se aplicaba con justicia, sino con arbitrariedad. La paz se pagaba con prebendas, con contratos o con reparto de migajas entre las clientelas.
El pacto político de 1996 no hizo otra cosa que ampliar los grupos incluidos en el reparto de rentas y aceptar que fueran los votos los que decidieran a quién le correspondía en la siguiente ronda la tajada del león en el reparto del botín. Los gobiernos del PAN y del PRD han dispuesto de la misma manera de los puestos públicos y han reproducido los mecanismos de mantenimiento de la paz a través de la negociación de la desobediencia de la ley. Los dos sucesivos presidentes surgidos de Acción Nacional no hicieron nada por desmontar la estructura corporativa y clientelar del Estado; es más: hicieron uso de ella en algunos casos de manera incluso más burda que los gobiernos del PRI de la última época, como hizo Calderón con la líder del sindicato magisterial, a quien entregó descaradamente el control de buena parte del presupuesto educativo a cambio de su aquiescencia política. Así, la llegada del pluralismo no trajo consigo una reforma estatal capaz de transformar a fondo las pésimas consecuencias distributivas del arreglo del régimen del PRI.
El problema es que este arreglo lleva décadas ya dando muy malos resultados económicos y sociales mientras ya tampoco controla la violencia. Si siempre fue tremendamente inequitativo, pues favorecía a socios y cómplices a costa de la mayoría de la población, ahora lleva ya más de tres décadas en las que solo produce estancamiento económico y descomposición social. El país vive un estado de rebelión, ya sea expresado con el discurso radical y con la articulación orgánica de la CNTE y otros movimientos contestatarios, ya sea en la forma desarticulada y salvaje de la criminalidad vinculada al mercado clandestino de las drogas.
Hoy estamos viviendo un naufragio gubernamental más, expresado claramente en el fracaso frente al reto planteado por la CNTE. El Secretario Osorio Chong, contra la pared –forzado a pactar la paz a como dé lugar ante las tremendas consecuencias de los bloqueos del sindicato radical, dispuesto a llegar a todo ante los intentos del gobierno de aplicar la ley con base en la fuerza supuestamente legítima– ha decidido que su única salida es negociar la desobediencia magisterial, aunque sea violando la Constitución que protestó cumplir. La reforma educativa está a punto de convertirse en papel mojado, como cualquier norma que enfrente suficiente resistencia de grupos organizados.
El problema es que los grupos que forman parte del pacto de poder siguen creyendo que si ellos llegan a gobernar podrán salir mejor librados. Se equivocan, pues el problema no radica en quién gobierna, sino en el arreglo estatal mismo y eso solo se comenzará a resolver cuando se alcance un nuevo acuerdo social del cual surja una legitimidad basada en la ley. Un acuerdo en el cual se sientan representados todos los grupos relevantes y no solo una coalición estrecha de intereses.