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El debate público

Notas para después del diluvio: desarrollo y cooperación (II)

Rolando Cordera Campos

El Financiero

07/05/2020

Entre algunas asignaturas pendientes de nuestra historia reciente, aunque arraigada en nuestra evolución como Estado nacional, está atender y entender íntegra y adecuadamente nuestra disgregación y diversidad tanto poblacional como de buena parte de la actividad económica. Esta dispersión no sólo es económica sino cultural y siempre potencialmente política, y se traduce en desequilibrios regionales muy marcados, que subyacen a la mala distribución de los frutos del progreso técnico y su concentración sectorial, regional y social. Se trata de fenómenos históricos que se han probado como una obstrucción estructural para una adecuada (re)distribución del progreso económico y de los varios procesos de modernización económica emprendidos. Es probable que la pronunciada caída de la producción que sufrimos agrave esta escisión histórica y, la reproducción ampliada de los “many Mexicos”, se muestre ante todos con la emigración masiva de mexicanos desde el sur o desde las zonas aledañas a las grandes ciudades. La informalidad se vestirá de grupo étnico y los niños pedigüeños se multiplicarán en las esquinas urbanas.

De lo dicho, podemos derivar una enseñanza de especial relevancia para nuestros planes para el futuro: México, un país de regiones donde se dan cita una extraordinaria biodiversidad, una rica variedad de culturas e idiosincrasias y una diversificada disposición de recursos naturales, del agua al petróleo, exige un pacto social, federal y de Estado, solidario entre pueblos, poderes locales y regiones.

Se trataría de un gran acuerdo nacional, articulado por la convicción expresa de que al Estado le corresponde asegurar una distribución de los recursos que contribuya a superar los desequilibrios mencionados y, al mismo tiempo, ser el encargado de crear y recrear las condiciones necesarias para una sostenida expansión productiva, vinculada a una distribución social que auspicie la ampliación del mercado interno y el bienestar de la población. Así, se tendría un contrato social renovado y un proyecto nacional para el desarrollo, con linderos bien definidos para la acción e intervención del Estado en los procesos económicos y sociales.

El papel del Estado como promotor económico, así como el que constitucionalmente le corresponde en el plano de la distribución social y regional, debería ser reconocido y reafirmado por todos, buscando cumplir con una larga tarea de reconstrucción nacional, del Estado y de redefinición de nuestro curso de desarrollo. Una transformación regida y modulada por criterios de equidad y de igualdad, seguridad y democracia.

Sin duda, las tasas de acumulación de capital que se requieren para “empujar” (big push) el crecimiento y sostenerlo son elevadas, pero de ninguna manera son antinómicas, ni tienen por qué entenderse así, a los propósitos y compromisos de redistribución social para la equidad y rumbo a la igualdad. De hecho, los puentes necesarios para esto pueden ser (re)construidos a partir del pacto de Estado y acuerdo nacional mencionados, basados en una reforma hacendaria fincada en impuestos progresivos, justicieros y recaudatorios, que lleven a una actualización y rehabilitación de nuestra rica tradición como economía mixta.

La reconstrucción de nuestra economía pública deberá ser acompañada de empeños sostenidos y abiertos por parte del gobierno, las fuerzas políticas y las fuerzas productivas de la sociedad, dirigidos a crear mecanismos de comunicación y deliberación permanentes y de Estado. Estos organismos podrían ser un Consejo Económico y Social, un Consejo Fiscal emanado y fincado en el Congreso de la Unión y el más variado conjunto de entidades públicas y privadas regionales y locales, destinadas a fortalecer los programas de desarrollo regional, de asimilación efectiva del progreso técnico y de concertación entre poderes y fuerzas políticas y sociales, locales y regionales.

Otro componente maestro de nuestra recuperación para el desarrollo, sería nuestra capacidad de generar, asimilar y adaptar el progreso técnico universal, cuyas oleadas no cesarán por el shock sanitario y recesivo. Es indispensable formular proyectos productivos y de investigación, educación y formación de cuadros, que auspicien una intensa y diversificada inserción global de la planta productiva instalada, regulada por el Acuerdo México-Estados Unidos-Canadá, y así trazar con más detalle el futuro mapa de una integración económica diversificada y profunda, con capacidades reales de reproducción ampliada. Tal perspectiva, bien difundida y mejor deliberada, podría ser una de las bases de arranque para el indispensable pacto migratorio con Estados Unidos y Canadá.

La combinatoria de inversión sostenida, adaptación dinámica del progreso técnico y un Estado robusto y ordenado por compromisos de programación, redistribución y rendición de cuentas, debería inscribirse en planes de desarrollo económico, social y regional que, desde su diseño, se ofrecieran como cartas de credibilidad y confianza para contrarrestar los efectos disolventes y contrarios al desarrollo que traen consigo los avatares naturales y las crisis económicas. Los riesgos sanitarios y climatológicos tienden a exacerbarse y desplegarse y las perturbaciones económicas y financieras se vuelven conjeturas férreamente implantadas en los tejidos profundos de las percepciones y decisiones de inversión, producción, comercio, etc. De aquí la necesidad imperiosa de asumir positivamente la vuelta del Estado al corazón de nuestra economía política, así como la presencia estratégica que ha adquirido el reclamo social redistributivo, cuya satisfacción progresiva se ha vuelto una condición fundamental para sostener y dar estabilidad a los procesos de cambio económico y productivo que el propio vuelco técnico impone y seguirá imponiendo.

Para que haya desarrollo la economía debe crecer y para ello es indispensable la inversión que crea capacidades y futuros. A México le urgen programas de acción inmediata que afronten la coyuntura y la trasciendan. Tal es ahora nuestra encrucijada: encajar un presente hostil en un futuro realizable de derechos, justicia y democracia. Tales deberían ser los términos de nuestro indispensable debate público.