Fuente; El Universal
Ricardo Raphael
Perdí los estribos, debo reconocerlo. No tuve con qué contener la furia después de recibir ese rudo golpe de gélida indiferencia. Primero levanté la voz para que el mesero me prestara atención. Después increpé groseramente al encargado del restaurante.
Un grupo de músicos desafinados aullaba una canción de Javier Solís mientras yo exigía a las autoridades del lugar que los mandaran callar. Ante su desprecio monté sobre una silla para elevar el volumen de uno de los siete televisores que parpadeaban, en silencio, aquellas imágenes desoladoras.
Uno de los músicos, arropado por una ridícula capa de estudiantina, me miró desafiante y se puso a cantar más fuerte: “No puedo verte triste porque me mata tu carita de pena …” .
El tráfico provocado por el accidente del avión donde viajaban nueve pasajeros, entre ellos el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, y José Luis Santiago Vasconcelos, recién removido zar antidrogas del gobierno federal, paralizó la ciudad de México dejándome encapsulado en ese extraño lugar.
Llevé el sonido de aquel aparato a su máximo posible. Pero nada pude hacer contra el berreo. De pronto me descubrí tambaleante y ridículo, parado sobre una silla a punto de derrumbarse.
Un dependiente se acercó para explicarme que sus clientes habían pedido silenciar los televisores. Treinta o 35 personas reunidas en aquel restaurante de la colonia Un Hogar para Nosotros, ubicada a espaldas del Casco de Santo Tomás, optaron por ignorar lo que estaba ocurriendo.
La gran mayoría se guarecía en sus pequeñas conversaciones. Otros coreaban “Nuestro juramento”: “Si yo muero primero escribiré la historia (ruido de copas y charla errática) con tinta sangre, con tinta sangre del coraaaazón…”.
Por fin llegó la última línea de la última estrofa, de la última canción. Demasiado tarde. Felipe Calderón Hinojosa había terminado su mensaje transmitido desde el hangar presidencial.
La angustia exigía una explicación. No podía ser el único que la necesitara: ¿la escalada en la lucha contra el crimen organizado había llegado tan lejos? ¿Ni el hombre más cercano al Presidente pudo escaparse de la violencia de la mafia? ¿Cuánta inteligencia perversa se necesitaba para derribar ese avión, en un lugar tan concurrido, ubicado a escasos dos kilómetros de Los Pinos, y a pocos minutos de saber si Barack Obama llegaría a la Casa Blanca?
No pasó por mi mente la peregrina idea de que se tratara de un accidente. La guerra contra el narcotráfico era el contexto donde ocurría el derrumbe de ese preciso avión, y no había ligereza racional que en ese momento permitiera imaginar otra hipótesis.
Supe por aquel monitor enmudecido que el Presidente de la República se encontraba devastado. La imagen de un Calderón palidísimo se me quedó grabada junto con la desafortunada voz de la estudiantina.
El televisor que soportó mi arrebato continuó repitiendo las imágenes de terror entre la población, de vehículos chamuscados, de policías apresurados, de autoridades tratando de hacerse cargo del caos.
Quiero creer que lo vivido aquella noche fue un hecho aislado. Quiero creer que el resto de los mexicanos estaban, como yo, alarmados por el suceso. Necesito creer que nada, ni nadie, puede querer el adormecimiento de la conciencia que se necesita para seguir viviendo en mi país.
Me urge convencerme de que tuve la mala suerte de caer accidentalmente en un lugar inadecuado, aquella noche del 4 de noviembre de 2008.
Albergo temores, sin embargo, sobre la poderosa tendencia a la negación que se ha alojado en el carácter de los mexicanos. Conservo la jodida sospecha de que la negación de aquel día es un agudo síntoma del juramento social que los mexicanos hemos firmado desde que lo grave se nos volviera tan leve.
Analista político