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El debate público

¿Ocaso de la democracia?

María Marván Laborde

Excélsior

31/03/2016

Después de la caída del muro de Berlín, frente al indubitable fracaso del socialismo real, Francis Fukuyama escribió su libro El fin de la historia y el último hombre. El motor de la historia aceitado por la lucha entre ideologías se habría detenido inexorablemente. La economía del libre mercado se ha impuesto

Las políticas neoliberales de Reagan y Thatcher habían forzado la reducción de la presencia del Estado en la economía. Con ello se inició un pausado pero continuo desprestigio de lo público. A través de agencias internacionales, como el FMI, el Consenso de Washington se convirtió en doctrina hegemónica. El libre mercado permitiría florecer al capitalismo sin límites, sin enemigos, sin contrapesos. No había oposición, pero tampoco alternativa.

Florecieron tratados de libre comercio, se derribaron fronteras y aranceles y la circulación de mercancías fue abatiendo precios, la Unión Europea se acabó de conformar como la culminación más sofisticada del proceso de integración de un gran mercado.

Después de más de dos décadas, el terco capitalismo, siempre cíclico, hizo crisis. La desregulación del mercado hipotecario provocó que cientos de miles de familias en Estados Unidos y Europa perdieran su patrimonio y sufrieran la consecuente pauperización. La clase media es la que más perdió en términos proporcionales; si tener casa propia proporciona estabilidad, carecer de ella expone a los vaivenes de la economía. El menosprecio de la intervención gubernamental provocó la disminución de la seguridad social porque dejó de ser considerada una inversión rentable; como era de esperarse, poco pudieron hacer los gobiernos.

No es de extrañar que los enemigos del capitalismo salvaje hayan florecido en el corazón de los países más desarrollados. Precisamente Europa y Estados Unidos han servido como incubadoras para la resistencia, la amenaza ideológica nace de sus entrañas. Las opiniones más críticas surgen de la propia derecha que se enfrenta a sus extremos, escupe xenofobia, suda odio, proclama intolerancia.

Busca en los extranjeros, en los inmigrantes, las causas de los males que ellos mismos hicieron inatendibles. Quizá Trump es la expresión más vulgar de la intolerancia, pero su ideario cosecha lo que se ha cultivado con esmero, no es un fenómeno aislado, es un síntoma de tiempos aciagos.

La extrema derecha gana terreno en Francia con Le Pen y el Partido del Frente Nacional (FN). En Alemania, el Partido Nacionalista Alternativa para Alemania (AfD) es una de las tres fuerzas políticas más grandes. En la propia Bélgica, víctima de los atentados terroristas del 22 de marzo, los nacionalistas de Bart de Weber (N-VA) son parte del actual gobierno. En Suiza, el Partido del Pueblo Suizo (SVP),  antiinmigrante, es la primera fuerza política. En Austria, el ultraderechista Partido de la Libertad (FPÖ) duplicó su fuerza electoral en 2015. Grecia, Dinamarca, Polonia, Suecia, Noruega y Holanda tienen sus propias expresiones de partidos nacionalistas, cuando no franca y abiertamente neonazis.

La mano de obra barata agrede, hay que eliminarla con una nueva política económica. Son los otros, los diferentes, los que se atrevieron a llevarse las fuentes de trabajo de los blancos, de los educados, los que se han convertido en los enemigos del desarrollo del libre mercado. Libertad para todas las mercancías, menos para la fuerza laboral.

La exclusión política y social se plantea como solución a los problemas del neoliberalismo. Los ultraderechistas urgen a levantar nuevas fronteras, el enemigo debe ser aislado, por ello éste habrá de levantar el muro con sus propias manos. Ahora consideran indispensables barreras a la libre circulación, al menos de esa mercancía. Es una contradicción en sus términos, pero no pueden verlo.

Como bien anunció Fukuyama, no hay la alternativa. No hay dique que contenga la oleada xenofóbica. No hay ética que reconozca la crueldad del mercado o la humanidad del migrante. El replanteamiento de la economía nacionalista se cimenta en la anulación de valores democráticos fundamentales, es la negación del pluralismo, la descalificación del otro. El riesgo no sólo es económico, es esencialmente político.