Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
19/09/2016
Es clara la contradicción inherente en la frase diálogo de sordos. El diálogo es intercambio y parte del reconocimiento del otro como interlocutor. La interlocución es precisamente canje de expresiones e implica una negociación. Yo te escucho porque tú me escuchas —y viceversa—. Por eso dos sordos no pueden dialogar sino, acaso, aparentar que lo hacen.
Ya sé, sí, que hay discapacitados acústicos que se comunican con señas, dicha sea esta puntualización para que el Conapred no vaya a amonestarme por desconocer las capacidades dialoguistas de quienes no pueden escuchar. Me refiero a los que no oyen porque no quieren. Y no quieren porque no consideran que les hace falta. Se trata de quienes están muy a gusto con puntos de vista que saben discutibles pero que no les da la gana someter al contraste que siempre hay en las opiniones de otros, particularmente cuando se trata de posiciones distintas.
Esos sordos voluntarios esgrimen sus opiniones de manera categórica, como si no hubiera otras. Cuando hay juicios que contrastan con los suyos, los desdeñan con subterfugios tercos pero difícilmente se exponen a verdaderos intercambios de ideas. Sostienen sus pareceres con tanta convicción que se vuelven fundamentalistas y, de esa manera, rehenes de ellos.
Esos exaltados de posiciones irreductibles rara vez reconocen que se encierran dentro de sus propias concepciones. Por lo general, sobre todo cuando las intransigencias que sostienen son de carácter político, se dicen dispuestos a discutirlas porque negarse a ello implicaría confesar que no tienen argumentos o habilidad argumental suficientes para respaldarlas. Cuando se confrontan con las posiciones de otros pero no para escucharlos sino sólo para exhibir sus propias posturas, se producen esos mal llamados diálogos en donde, si acaso, unos y otros terminan ensordeciéndose más.
En los medios de comunicación no suele haber espacio, ni propósitos, para ejercicios de interlocución entre posiciones diferentes. En nuestra prensa, en otros tiempos, hubo intercambio entre autores que polemizaban con las opiniones de otros pero ese ejercicio está prácticamente erradicado del periodismo escrito y no alcanzó a llegar a otros medios. Las tertulias que a veces difunde la radio y, excepcionalmente, los programas de discusión en televisión, privilegian las descalificaciones por encima de las refutaciones de ideas. En tales espacios se busca el espectáculo que ofrecen varias personas que se agravian con mayor o menor elegancia, pero no hay contexto ni tiempo para la exposición de argumentos. En otro sitio he presentado, con esos y otros motivos, un Alegato por la deliberación pública.
En el intercambio político ese diálogo sin dialogantes se manifiesta todos los días. Como es política y propagandísticamente incorrecto reconocer el desgano y la impericia para enfrentar el intercambio auténtico entre ideas distintas, se fabrican sucedáneos para que parezca que hay interlocuciones cuando solamente existen monólogos.
La pantomima con la que fue reemplazado el informe de gobierno fue un artilugio para aparentar que el presidente dialogaba con varias docenas de jóvenes. Allí no hubo intercambio y mucho menos cuestionamientos. Seleccionados para no mostrar opiniones discrepantes con las del gobierno, esos muchachos –más allá de los méritos que puedan tener en sus respectivas ocupaciones– sirvieron como escenografía para que el presidente tratara de lucirse. No lo consiguió porque ese ejercicio era demasiado artificioso.
Hay quienes ni siquiera se toman la molestia de fingir que dialogan. El caso más notorio es Andrés Manuel López Obrador. A menudo desacredita, con frecuencia sin pruebas, a personajes e instituciones de la vida pública. Pero cuando se le exige que documente sus acusaciones responde con evasivas o retruécanos. Durante años ha calificado a tanta gente como parte de “la mafia en el poder” que si se hiciera el recuento de quienes han sido ubicados de esa manera podría apreciarse que se trata de un conglomerado bastante numeroso, abierto y diverso, lo cual contradice el funcionamiento de cualquier “mafia”.
Una y otra vez, el presidente de Morena se confronta con principios de la vida democrática. Cuando la rendición de cuentas para los personajes públicos se vuelve exigencia de la sociedad activa, López presenta su declaración patrimonial con carencias notorias. Él responde, con desfachatez, que no utiliza tarjetas de crédito y que ha vivido de dinero que la da la gente humilde y bondadosa. Si así fuera, tendría que informar de esas donaciones independientemente de su origen y monto. No se trata de un indigente que recibe limosnas en la calle sino del líder de un partido político nacional con obligaciones legales, entre ellas la información de sus benefactores.
Esas inconsecuencias de López Obrador fueron aprovechadas por el presidente del PRI, Enrique Ochoa, que lo retó a un debate. El dirigente de Morena esquivó el desafío con nuevas descalificaciones pero confirmó, de esa manera, que no está dispuesto a defender sus ideas, cualesquiera que sean, en un intercambio abierto.
López Obrador tiene derecho a ese ensimismamiento político. Sabe que al reconocer a otros dirigentes como interlocutores perdería el perfil providencial que sus propagandistas han querido fabricarle, como si las carencias del país pudieran resolverse de manera automática con su llegada a la presidencia. Esa concepción de la política es autoritaria y caudillista y se manifiesta en el partido político que maneja como propiedad privada. Para López Obrador el contexto ideal es como el que ha construido en Morena: sin otras opiniones que no sean las suyas, sin voces incómodas que le exijan definiciones que no quiere asumir, sin posiciones críticas porque si algo abomina es la discrepancia.
El país, sin embargo, no es como ese partido. Lo que hacen y dicen en púbico los dirigentes políticos está sujeto al escrutinio de los ciudadanos. Por eso los hechos y dichos de López Obrador, igual que de cualquier otro dirigente político, son discutidos y con frecuencia cuestionados.
De eso se trata la democracia. Las ideas y posiciones circulan, hay quienes las comparten y otros que las debaten. Pero, a semejanza de López, muchos de sus seguidores reciben con oídos intencionalmente ensordecidos las posturas que lo contradicen. En todas las formaciones políticas hay fanáticos. Pero cuando dentro de un partido no hay contrastes, o se mantienen o imponen la unanimidad o la ausencia de apreciaciones críticas, no estamos ante una organización democrática sino ante una réplica de los peores momentos del viejo PRI, o ante una reedición tropicalizada del despotismo estalinista.
El tropiezo de López Obrador cuando en un spot asegura muy orondo que encabezará una “rebelión en la granja” resultó en varios sentidos emblemático. Fue una expresión de autocrítica involuntaria porque López Obrador no sabía que en el relato de George Orwell, cuya versión en español fue titulada con esa frase, la rebelión de los animales la encabezaba un caudillo que luego se convirtió en dictador. Anunciar que habrá rebelión en la granja cuando se le cuestionan sus propensiones providencialistas, fue un divertido autogol de ese candidato.
Esa pifia ha resultado significativa no sólo por el descuido de López y sus asesores sino además por la condescendencia de sus seguidores. Hay millares de fanáticos, para quienes no hay más opción que el asalto al cielo con el emblema de Morena, que reaccionan coléricamente a los señalamientos al error con la frase alusiva a la granja y a la contraproducente rebelión. Muchos de ellos, con motivos suficientes, fueron sarcásticos y regañones cuando el ahora presidente Peña no pudo mencionar sus tres libros favoritos o, más recientemente, cuando se conoció que hizo trampa en su tesis. Ese cuestionamiento ciudadano es parte del ejercicio de la democracia.
Pero una gran cantidad de quienes aprecian las pifias del gobierno y el presidente disimulan cuando se trata de los errores del candidato con el cual se identifican. En esos casos no estamos ante un ejercicio democrático, que incluye el reconocimiento de que la realidad no se resuelve en blanco y negro, sino ante expresiones de fundamentalismo político.
Esa conducta se advierte en todos los flancos de la vida pública. Los fanáticos que salen de las iglesias para exigir en las calles que todas las relaciones de pareja sean como a ellos les gustan, los obcecados que le imputan a la reforma educativa implicaciones privatistas y punitivas que no tiene, los defensores de una ortodoxia económica que no ha funcionado, todos ellos pretenden que sus creencias o razones son las únicas.
No solamente bloquean los oídos ante las expresiones críticas. También cierran los ojos. Con esa inercia que se agrava en el panorama de confusión y crispación que padecemos, sin que existan iniciativas para propiciar el intercambio de razones sin prescindir de las pasiones pero sin dejarse avasallar por ellas, se está construyendo un escenario en donde no solamente habrá oídos sordos a la discusión. Además los mexicanos, muchos de ellos, tomarán decisiones, en las urnas o en otros espacios, con los ojos cerrados.